Al poco tiempo Jacques Viguier fue acusado de su asesinato. Olivier Durandet, amante de Suzanne, defendía que el profesor de derecho era el responsable de la desaparición y de haberla asesinado. Entonces se abrió una investigación que duró casi diez años, rodeada de un ruido mediático ensordecedor, que culminó con un juicio en 2009, del que Viguier resultó absuelto.
Un año después se enfrentó a una apelación del juicio y fue absuelto de nuevo. Ahora el realizador francés Antoine Raimbault retrata en Una íntima convicción este segundo proceso judicial, mezclando realidad y ficción para reflexionar sobre lo que el caso significó para la sociedad y la justicia francesas.
Juicios paralelos y otros demoniosNunca hubo ninguna prueba fehaciente del crimen de Viguier. No se pudo probar un móvil para el presunto asesinato. Ni tampoco se encontró el cuerpo de la supuesta víctima. Pero nada de eso impidió que una década de juicios paralelos, titulares en la prensa de todo el país, y encendidos debates en lo privado y en lo público marcasen a fuego tanto a la sociedad francesa como a los implicados en el caso.
En Una íntima convicción, Antoine Raimbault antepone el discurso y la reflexión a la documentación estricta. Y lo hace para jugar con su propuesta, para hacer reflexionar al espectador sobre lo que supone especular, deducir y lanzar acusaciones cuando estas no se fundan en hechos.
Por eso, su primer largometraje plantea un drama que mezcla con habilidad pasajes textuales del juicio a Viguier, hechos reales y probados, con puras invenciones, especulaciones e imaginaciones. Se permite añadir personajes ficticios que alteran de forma esencial el relato hasta el punto que la protagonista del filme, de hecho, es un personaje de ficción.
En la película, Nora -interpretada por una muy implicada Marina Foïs-, es una mujer como cualquier otra. Una ciudadana anónima que trabaja como chef en un restaurante. Aparentemente no tiene nada que ver con el caso, pero conoce a Clémence, hija mayor de Jacques Viguier, porque le da clases de matemáticas a su hijo de doce años.
Nora ha seguido el juicio y cree en la inocencia del padre de Clémence. Así que contacta con un prestigioso abogado penalista llamado Eric Dupond-Moretti -a quien da vida Olivier Gourmet-. Este le dice que acepta el caso si le ayuda en el proceso de documentación y transcripción de cientos de horas de grabaciones telefónicas de los implicados en el caso. Nora acepta y termina por caer en una espiral de obsesión por el caso de consecuencias inesperadas.
Pero resulta que Nora no existió. Y sin embargo, a través de su obsesión podemos comprobar y vivir el estado de alerta, el grado de histeria colectiva que se pudo vivir en Francia con el Affaire Suzanne Viguier. A través de su historia, de las discusiones que mantiene en el trabajo o con su hijo, vemos lo polarizado de un debate público que termina por enfrentar a ciudadanos entre sí. Raimbault inventa a un protagonista con el que cualquier persona que siguiese el caso se puede identificar. Y tensa la cuerda para componer un inteligente ejercicio de alegoría social vestida de thriller clásico.
Deconstruir el género, construir el discursoEn sus clases en la universidad, Viguier se reconocía como un auténtico cinéfilo. Había escrito múltiples ensayos sobre el séptimo arte y utilizaba ejemplos de western e incluso de musicales para hacer reflexionar a sus alumnos sobre distintos aspectos del derecho penal.
Se reconocía fan de Hitchcock, algo que fue suficiente para que determinada prensa, alimentada por rumores extendidos en las aulas, asegurase que se había inspirado en el realizador británico para llevar a cabo el asesinato. Incluso se decía que había impartido cursos sobre si podía existir el crimen perfecto, y que este lo había llevado a la práctica con el asesinato de Suzanne Viguier. Todo ello falso, pero no por ello menos dañino para su imagen.
En determinada escena de la película, Antoine Raimbault retrata con precisión casi quirúrgica un interrogatorio que el juez le hizo al profesor de derecho el primer día de un proceso que duró tres semanas. El juez le preguntó al acusado si había alguna película de Hitchcock que le recordase a su caso, a lo que Viguier, no sin titubear, respondió que tal vez recordase a Alarma en el expreso -Une femme disparaît en francés-. El juez admite que es un buen título pero que él había imaginado que diría otro otro título que se ajustaba mejor a su situación: estaba pensando en Falso culpable.
En la primera, una institutriz interpretada por May Whitty desaparecía sin dejar rastro en un trayecto de tren. En la segunda, Herny Fonda era detenido y acusado de una serie de hurtos perpetrados en su barrio, con los que él no tenía absolutamente nada que ver. La primera es un thriller inteligentísimo y juguetón, la segunda un drama negro basado en un hecho real acontecido en 1953.
Esta escena, y su inclusión en la película, no es casual. Una íntima convicción se construye como un thriller y se resuelve como drama judicial, pero hunde sus raíces más en lo discursivo y en lo político de lo que cabría esperar. Y eso lleva a su director a deconstruir las claves formales de los géneros con los que juega, para proponer un estimulante rompecabezas que tiene claros sus objetivos.
Solo que no llega a ellos mediante un relato clásico ni obvio. El relato pone trampas al espectador, le incomoda y le confunde. Huye de un esquema clásico en el que una pista lleva a otra que conduce a la resolución del caso porque aquí lo importante no es resolver qué ocurrió con Suzanne.
Su fallecimiento no se ha podido confirmar. Ese interrogante sigue abierto y sin respuesta. Según el filme, de las más de 40.000 personas que desaparecen al año en Francia, quedan sin resolver 10.000 casos. Pero Una íntima convicción nos quiere hacer reflexionar sobre qué pasa si, sin pruebas, acusamos y hacemos subir al cadalso quienes creamos responsables de esos 10.000 casos por resolver. Si contestamos nosotros a los interrogantes creyéndonos juez, jurado y verdugo.