Una apresurada investigación concluyó que una docena de oficiales podía poseer información tan delicada. Pero solo uno cumplía, además, con otra característica conveniente para la cúpula nacionalista del Gobierno francés: el capitán Alfred Dreyfus era judío. Y eso le convertía en el chivo expiatorio perfecto.

El conocido como Caso Dreyfus pasó a la historia como uno de los más sonados ejemplos de antisemitismo sistemático de la historia de Francia. Miembros de una cúpula militar marcadamente antisemita ocultaron pruebas, fabricaron otras y redactaron informes fraudulentos para acusar de espionaje a alguien inocente, condenándole a cadena perpetua y escarnio público. Ahora, nada menos que Roman Polanski, judío no practicante, lleva el escándalo al cine con El oficial y el espía.

Un thriller modélico pero plano

El oficial y el espía transita constantemente por distintos frentes. Por una parte, gusta de recrearse en su ambientación de la Francia de finales del XIX, en un retrato de época tan eficaz como cabía esperar.

Por otra, abunda sin miedo en el thriller con singular protagonista protector de la verdad: el coronel Georges Picquart -Jean Dujardin en el filme-, que descubrió el pastel Dreyfus y luchó por su absolución. Y por otra, la senda menos explorada pero aún así omnipresente: capta con destreza el tempo de un drama judicial clásico.

En lo formal, Polanski opta por apoyarse en un academicismo que poco o nada tiene que ver con los destellos de genio sin domar de La Venus de las pieles pero, por suerte, tampoco con la desastrosa Basada en hechos reales. Lo que convierte su último largometraje en el más correcto y funcional desde, tal vez, El Pianista -otra parábola sobre el padecimiento del pueblo judío-.

Característica, esta última, que no es necesariamente buena señal: El oficial y el espía no ofrece ni sorpresas, ni altibajos, ni hallazgos. Algo que parecen asimilar todos los implicados: empezando por un Louis Garrel que es todo ausencia y dolor, sin más claroscuros que ser víctima beatífica de un sistema corrompido.

No menos mención merecen un Mathieu Amalric más excéntrico y desafinado de lo habitual, y una Emmanuelle Seigner que ríe y llora de la misma forma: inapetentemente.

El conjunto obliga al espectador a mantener la atención para superar una larga meseta tonal tan llana que, por momentos, invita al pasatiempo mental. Y no recompensa sus esfuerzos: se conforma con la corrección, eludiendo de forma consciente el talento latente de quien dirigió, en algún momento, El quimérico inquilino o Chinatown.

Con todo, si El oficial y el espía hubiese mostrado interés en ser un retrato del germen del odio contra el judaísmo, o del padecimiento histórico de la comunidad judía como fue El Pianista, este drama histórico habría tenido una lectura más previsible, sí, pero mucho más interesante. Polanski, sin embargo, lejos de operar en el plano de narrador histórico, prefiere construir un teatro lleno de afectación sobre los juicios paralelos en tiempos revueltos.

Un espejo a mayor gloria de Polanski

Compararse a sí mismo con la injusticia cometida contra el capitán Dreyfus, uno de los escándalos más sonados de la historia francesa, nos da la medida del ego de Polanski. No así del alcance del juego de espejos entre realidad y ficción que el realizador establece entre el antisemitismo de la Francia del XIX, y la persecución que su figura pública vive hoy.

El Caso Dreyfus pasó de ser un juicio militar a un escándalo político el 13 de enero de 1898. Ese día, el célebre escritor Émile Zola publicó una carta abierta al Presidente Félix Faure: seis columnas que ocupaban por completo la portada del periódico L'Aurore bajo el titular J'accuse...!. Así se llama originalmente, de hecho, la última película de Polanski -un título mucho más apropiado que por el que la conocemos en España-.

Con la dimensión histórica de aquel hecho, Polanski arma su retrato de una sociedad carcomida por el odio. Dispuesta a juzgar públicamente a alguien, hacerle subir al cadalso y aplicarle su bien sabida guillotina, aun probada su inocencia.

A nadie se le escapa que Polanski sigue siendo hoy un prófugo a ojos de la ley estadounidense, dónde se le acusa de haber violado a Samantha Geimer cuando esta contaba con 13 años, en 1977.

Merece la pena señalar, no obstante, que aunque este es el caso que ha marcado la polémica que rodea a Polanski desde entonces, no es la única acusación: Charlotte Lewis le acusó de lo mismo en 2010, una mujer identificada como Robin -pues no han trascendido sus datos públicamente- lo hizo en 2017, el mismo año que lo hizo también Renate Langer. Y al testimonio de todas ellas, se suma ahora el de la fotógrafa Valentine Monnier, que afirma haber sido violada por el cineasta en 1975, tras haberla golpeado hasta que dejase de resistirse.

Si tenemos en cuenta que en El oficial y el espía, Polanski no escatima en esfuerzos por retratar un sistema de juicios paralelos que juzgaron mal a Alfred Dreyfus de un delito que jamás cometió, las intenciones de Polanski armando un argumentario que blanquee su imagen resultan obvias. Y se diría que hasta inmorales: Polanski prefiere acusar de ceguera a toda una sociedad antes que afrontar su depauperada imagen.

Como último apunte, una declaración: "Estoy familiarizado con muchos de los funcionamientos del aparato de persecución que se muestran en la película", dijo el director como toda respuesta a una protesta feminista multitudinaria por la première parisina de su película.