El Gobierno de coalición ultraderechista de Giorgia Meloni ya no disimula los serios impedimentos de acceso a los 16.500 millones de euros del cheque al portador dispuesto por Bruselas para su envío a Roma. Probablemente lo obtengan, admiten fuentes de Bruselas, con “cierto retraso”, pero será el último gesto de buena voluntad del Ejecutivo de Ursula von der Leyen a Italia antes de empezar a poner ruedas de molino en una inyección de pagos pendiente por valor de 90.000 millones de euros.
El país trasalpino se vio beneficiado por los fondos Next Generation forjados a golpe de cincel por el club comunitario para hacer frente a la Gran Pandemia en 2020 con la pertinente resistencia de los contribuyentes netos de la UE.
Sin embargo, tres años después, un cóctel de barreras burocráticas, protocolos técnicos con altos requerimientos contractuales que ralentizan proyectos cualificados para beneficiarse del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia (RRF según sus siglas en inglés) y una inflación aún fuera de control, deja una senda pedregosa que obstruye la adecuada gestión de los recursos europeos.
El Gabinete Meloni no consigue reanimar la actividad con fondos cedidos por la UE, ni articular el mayor programa de reconstrucción del país desde el Plan Marshall, dirigidos a su modernización tecnológica y transición energética, con la debida celeridad e intensidad.
Las ayudas europeas, que deben destinar sus líneas de financiación a redes de infraestructuras, planes de digitalización, programas educativos e iniciativas renovables podrían llegar a encallar en el cuarto tramo de los desembolsos y paralizar hasta el 52% de la agenda de transformación económica perfilada hasta 2026. Es decir, Italia podría perder nada menos que 101.900 millones de euros, como admite el propio Gobierno ultraderechista.
La reacción del Ejecutivo italiano ha sido, hasta ahora, arrojar balones fuera. Dice “trabajar para alcanzar los objetivos” y encarrilar la agenda de reformas estructurales que Bruselas les reclama y cuyo examen final determinará las inyecciones milmillonarias del cuarto y el quinto tramo, las correspondientes al próximo bienio. Pero, al mismo tiempo, confiesa haber abierto un cauce de diálogo permanente con las autoridades comunitarias para modificar ciertas metas económicas y reformistas impuestas por el colegio de comisarios y admite una preocupación inversora por el enrarecimiento del clima coyuntural y de los negocios en Italia.
Moody’s ha sido la primera del triunvirato de agencias de calificación, que gobierna los mercados de capitales, en manifestar el escrutinio y las dudas que la tercera economía del euro despierta en el capital privado y la controversia que suscita su capacidad para gestionar la ayuda europea. Tanto, que ha confirmado que estudia revisar a la baja el rating de Italia, Baa3, la nota inversora más baja del G-7, por los “riesgos crediticios substanciales” que penden sobre sus finanzas. De momento, ha puesto su perspectiva en negativo, paso previo a una posible rebaja de su grado.
El detonante de esta supervisión por parte de Moody’s, que podría desencadenar una reacción en cadena en las otras dos grandes calificadoras -Fitch Rating, que la mantiene en BBB, y S&P, en BBB A2- fue la declaración de intenciones de Meloni, en septiembre pasado: flexibilizar el corsé fiscal italiano, lo que se tradujo en un salto de la prima de riesgo en relación al bund alemán. Entonces, el diferencial del bono soberano de Italia superó los 210 puntos por primera vez desde enero, con el PIB trasalpino en contracción. Ahora, permanece por debajo de los 190. Pero a expensas de que el pesimismo de Moody’s haga sonar las alarmas.
Italia revela varias amenazas que observan las agencias sobre EEUU. La parálisis de la actividad trasalpina es palpable. El Tesoro acaba de pronosticar un alza del PIB de solo 8 décimas en 2023 -una décima más que el Banco de Italia- y de rebajar otras tres -hasta el 1,2%- su predicción para 2024. Mientras, desde la Comisión se incide en el agujero presupuestario, en el repunte de su deuda y en la larga historia de ocasiones perdidas de buena gestión de recursos comunitarios. Esencialmente, por las trabas burocráticas (red tape) que asolan su administración e impiden que el flujo financiero de la UE abarque proyectos estratégicos para la reconversión del modelo productivo italiano.
Además, su losa de endeudamiento, del 143,7% del PIB, posee demasiado peso para emprender dietas de adelgazamiento efectivas a corto plazo. El déficit se ha catapultado hasta el 5,3%, según los cálculos oficiales, ocho décimas por encima de la previsión de hace siete meses y tiene aún un largo camino hasta cumplir con el objetivo del Plan de Estabilidad del 3%. Sobre todo si, como ha prometido el Gobierno de Meloni, pretende afrontar rebajas fiscales y elevar las ayudas a las familias de rentas más bajas.
Roma, para más inri, acumula retrasos en el cumplimiento de las prerrogativas incluidas en su plan de recuperación. Motivo por el que negocia con Bruselas la revisión de nada menos que 10 de las 27 metas establecidas en el acuerdo marco, tildadas de “ambiguas” en alguna ocasión por el equipo del comisario de Economía, Paolo Gentiloni -italiano, para más señas irónicas-, y que resultan esenciales para la liberación del cuarto y quinto tramo de recursos.
Raffaele Fitto, su ministro de Exteriores, insiste en que es un colapso “metodológico de la agenda reformista” que no impedirá que la financiación europea circule por el tejido económico y logre reanimar la actividad con proyectos claves para el tratamiento de choque con el que Italia -avisa- se incorporará a la vanguardia tecnológica y sostenible europea en 2026. La visión del jefe de la diplomacia trasalpina contrasta con la crítica de Elly Schlein, la lideresa del Partido Democrático, para quien “Meloni debería enfrentarse a sus responsabilidades y aclarar en sede parlamentaria por qué la tercera potencia europea todavía no ha materializado su programa de recuperación y los riesgos reales de que se retrase la entrega de la cuarta inyección de fondos”.
Las palabras de Schlein rescatan la recurrente advertencia de Von der Leyen en 2021 sobre la imposibilidad de que una economía como la italiana pudiera inocular una dosis crediticia similar al 10% de su PIB en cinco años. Los primeros desembolsos a Italia se dirigieron a la creación de incentivos impositivos a sectores como el de la construcción, siempre con objetivos de digitalización, que dieron vitalidad al PIB a lo largo de 2022. Pero los gastos en proyectos de inversión han sido bajos desde entonces y han reducido la esperanza de culminar, por ejemplo, los 200 kilómetros de nuevas infraestructuras de transporte, ideadas por el Gabinete Draghi, para conectar 16 ciudades del país.
Roma ha incumplido 118 de los 527 objetivos generales.
Meloni y sus aliados de Forza Italia y la Liga Norte tampoco quieren abordar ciertos cambios que exige la Unión Europea. Entre otros, la mejora de eficiencia de la Administración Pública, medidas de impulso de la competencia, mecanismos contra la evasión fiscal o entrar a saco en el combate contra el sistémico retardo judicial.
Gran parte de esta agenda diseñada por Bruselas está enfocada a reactivar la productividad, con la que Italia debería corregir su deuda y reconducirla hacia un servicio de pagos estable y con un esquema de gastos sostenible y acorde con su capacidad de ingresos. Por eso, Bruselas también desea reconfigurar el plan de recuperación de su tercer socio en importancia.
Gentiloni redundó en esta idea. A su juicio, su país necesita gastar rápido y de forma efectiva ya que cualquier fracaso en la digestión de un pastel financiero tan excepcional “sería un desastre en toda regla”. En esta misma sintonía, Eleonora Poli, responsable de análisis económico del CER -el Centre for European Policy, think tank europeísta- se aventura a asegurar que “el sueño de persuadir a sus socios monetarios para mutualizar la deuda en eurobonos será una quimera con una hoja de servicios fallida en la gestión del dinero europeo”.
“Sin un debate honesto sobre lo que puede o no funcionar del plan de recuperación no se saldrá adelante, ni se podrá utilizar un salvavidas para toda una generación, que estimularía la cohesión de una economía sostenible y su transición energética”, aclara Gentiloni. Sin embargo, la visión aún optimista del comisario italiano contrasta con el intento de políticos como Riccardo Molinari, el látigo de la Liga Norte en la Cámara Baja, de acaparar los avales directos del fondo italiano y renunciar a los de desembolsos de créditos ventajosos para resolver los problemas financieros del país, que se aleja del itinerario de gastos previstos para los recursos Next Generation.
La deuda es el asunto capilar. Moritz Kraemer, responsable de ratings soberano de S&P durante 17 años, lo resumía de forma ilustrativa: “no creo que Moody’s rebaje el rating italiano, tampoco mi antigua firma; al menos, a corto plazo. Pero su cuadro no está pintado precisamente de color rosa ya que debería perder el grado de inversor internacional”.