La batalla por el cetro de la economía mundial está pasando factura a las dos superpotencias. El esfuerzo geoestratégico del último lustro y los generosos estímulos fiscales y monetarios para sortear la Gran Pandemia y consolidar con subsidios estatales la transición energética y sus industrias ha acabado encendiendo todas las alarmas en las salas de máquinas de las tres agencias de calificación de riesgos por excelencia en torno a EEUU y China.
Standard & Poor’s fue la más crítica con la promiscuidad prestamista de la banca estatal china hacia sus actores del sector inmobiliario -antes y después de la quiebra controlada de Evergrande- y la displicencia de Pekín hacia el deterioro financiero de los ayuntamientos con sus indigestas deudas acumuladas desde los años previos a la crisis sanitaria.
El protagonismo en el tramo final de 2023 le corresponde a Moody’s, la tercera en discordia, cuyos expertos han arremetido contra ambas superpotencias en apenas dos semanas y han puesto bajo revisión negativa sus calificaciones. La estadounidense se arriesga a perder su histórica A3 (AAA para sus dos firmas competidoras) y la china, su A1, un aval que le ha otorgado durante décadas el grado de inversor del que disfrutan las potencias industrializadas.
Aunque los criterios de este triunvirato que domina con mano de hierro los estados financieros soberanos y corporativos del planeta difieren en los matices, comparten diagnósticos sobre los desequilibrios y tratamientos de choque que demandan ambas economías.
Moddy’s deja de lado cualquier elogio. A su juicio, la deuda estadounidense se ha convertido en una montaña de escalada vertical que complica sobremanera las rentabilidades de los bonos del Tesoro y, por ende, el acceso al mercado de capitales de la economía que nunca ha debido llamar a la puerta de la financiación internacional.
Aún no han lanzado la bomba, pero han activado su cuenta atrás, en pleno temblor bursátil por los riesgos de unos tipos de interés que empezarán a descender en 2024, aunque aún permanecen en niveles demasiado caros para asegurar que, en vez de recesión, se aviene un aterrizaje económico suave en EEUU.
Oficialmente, el Tesoro de EEUU admite una deuda soberana de 33,8 billones de dólares, el 123% del PIB. Sin embargo, el endeudamiento total de las tres administraciones -federal, estatal y local- de los hogares y de las empresas no financieras representaba el 741,6% del PIB a junio de 2023, advierte la firma CEIC Data.
A Moody’s también le preocupa, casi en la misma dimensión que las obligaciones del servicio de pago del Tesoro, la polarización política a menos de un año vista de las elecciones presidenciales, con Donald Trump sumido en varias instrucciones judiciales -algunas de especial gravedad como los intentos de reversión de los resultados electorales de 2020-, y las condiciones crediticias que ha impuesto la mayor espiral de tipos en veinte años.
Fitch detectó este mismo cuadro de mando en agosto, cuando denunció el escaso margen de maniobra de la Casa Blanca para abordar sus deudas, a pesar del tenso acuerdo con el Congreso para elevar el límite de endeudamiento. El mismo motivo que adujo S&P en 2021 cuando bajó a EEUU del primer peldaño, incluso tras el respaldo del Capitolio a la Administración Obama que impidió, in extremis, su primer default de la historia.
La preocupación sobre el nivel de la deuda china también está detrás del compás de espera -a expensas de una rebaja de nota- del rating de Moody’s sobre la segunda economía mundial. El uso masivo de estímulos fiscales durante el primer bienio post-pandemia para subvencionar a gobiernos locales y sostener el círculo vicioso de préstamos bancarios ha puesto en riesgo la estabilidad de su sistema productivo.
Los negros augurios de Moody’s no parecen asustar a Pekín, donde se recalca que la paralización del sector inmobiliario “está bajo control”. También la agencia de rating china Chengxin incide en que el equipo económico del Gobierno de Li Qiang dispone de un “amplio espacio de control sobre la coyuntura” del país. Mientras analistas como Viraj Patel, de Vanda Research, considera que “las expectativas de debilitamiento de la actividad y en los pagos de la deuda por excesos de financiación parecen una táctica para impulsar a corto los beneficios de los activos chinos”.
Sin embargo, al mercado le sorprende ahora la falta de recursos a la recuperación tras la política Covid-cero, con un PIB en tasas claramente inferiores al 5%, las más anémicas en cuatro décadas, y un déficit del 3,8%. Los analistas entienden que resultaba igual de preocupante sacar la bazuca fiscal y monetaria en 2020 que no disparar una sola bala estimulante en la actualidad y fiar la salud financiera del país en exclusiva a las emisiones de bonos estatales y locales con las que cubrir sus balances de pagos. “Pese a que la prioridad de Pekín debería ser la prevención de cualquier inestabilidad financiera”, avisan en Moody’s, que recuerda la consigna del presidente Xi Jinping de no tolerar ningún apagón de actividad ni alentar riesgos de deflación prolongada.
La agencia redujo su rating a China -desde Aa3- en 2017, la primera rebaja desde 1989, a la que siguió en días un movimiento similar de S&P, que lleva desde 2022 amenazando con dejar caer su calificación. Igual que Fitch Rating que mostró en enero su misma intención.
Al otro lado del Pacífico, Moody’s también observa la difícil digestión financiera de EEUU en sus pagos inmediatos, de un calibre similar al endeudamiento combinado de China, Japón, Alemania e India -el póker de economías que le suceden en el escalafón del PIB mundial- a unos tipos del 5,5% y con un déficit que se ha duplicado respecto a 2022 sin pacto presupuestario alguno entre el ejecutivo, asegura Karine Jean-Pierre, la jefa de prensa de la Administración Biden.
Aparentemente, las dos superpotencias navegan a velocidad de crucero. Ambas, con repuntes similares en el tercer trimestre, del 4,9%. Pero, en su trasfondo, surgen notables vías de agua.
En China, el sector inmobiliario lleva dos años tumultuosos con dos quiebras, las de Evergrande y Country Garden, que han dañado el sentimiento inversor y deteriorado los activos del sector, explica Alicia García-Herrero, economista jefe para Asia-Pacífico de Natixis, además de drenar la confianza de consumidores y empresas. A su juicio, el tono oficial de que el mercado inmobiliario ha atravesado un punto de inflexión con apoyos estabilizadores hacia la oferta de promoción de viviendas en vez de a la demanda de compra, anticipa un cambio conceptual que, sin embargo, deja dudas sobre el efecto que dejará en los cinco canales de contagio que ha generados: sobre los hogares, los gobiernos locales, los constructores, empresas inversoras y firmas financieras.
En septiembre, la actividad del sector se contrajo aún un 2,7%, con los precios cayendo a ritmos excepcionales en casi un año en la mayoría de las grandes capitales y con colapsos puntuales en la demanda exterior de bienes y servicios made in China y en el mercado laboral, especialmente, por el alto desempleo juvenil. Todo ello ha llevado al FMI a rebajar al 4,2%, ocho décimas por debajo del objetivo oficial de Pekín, el crecimiento para 2024.
En Nomura esperan un retroceso productivo entre finales de 2023 y la primavera del próximo año, con retrasos en el despegue inmobiliario hasta que se dé salida al stock de viviendas y salga al mercado las promociones paralizadas en grandes ciudades, que podrían necesitar acciones de estímulo gubernamental y nuevos préstamos de última instancia de sus bancos. Por contra, el PIB cogerá ritmo por la boyante industria de renovables o el vehículo eléctrico.
“Los datos han mejorado, pero son aún demasiado débiles para avanzar que la economía se ha encarrilado y adquirirá un ritmo vitalista”, explica Miao Ouyang, de Bank of America. En sintonía con Raymond Yeung, de New Zealand Banking Group, para quien "la debilidad de las inversiones aún supera la relativa reaparición del consumo”.
Más compleja es aún la coyuntura americana. Con una revisión al alza de tres décimas, hasta el 5,2%, hay indicadores que reflejan alta tensión. Uno de ellos, que anticipa la recesión por la que se inclina el mercado, es el mayor diferencial entre el PIB y de la Renta Bruta Nacional. El GDI, según sus siglas en inglés, mide la totalidad de transferencias con las que se paga la producción, desde salarios a impuestos o beneficios empresariales, frente al valor generado por la economía (el PIB) certifica una brecha desconocida desde el colapso crediticio de 2008. “Es una señal de riesgo sistémico inequívoco sobre EEUU”, explican en la firma Macquarie.
Sus analistas insisten en que esta comparativa airea que el crecimiento, en términos reales, está muy por debajo de la solidez que marca el PIB, “si no está ya en recesión” y que, a pesar de la robustez de los datos estivales y de que la tasa de desempleo permanece próxima a sus registros históricos más bajos, el consumo y los salarios apuntan a una recesión que su estratega Thierry Wizman señala para “el primer trimestre” de 2024.