Pocas instituciones multilaterales pueden presentar una hoja de servicios con una nota final tan brillante. Bajo su tutela como gendarme del libre tránsito de mercancías y servicios y juez para la resolución de conflictos, los flujos mercantiles se han incrementado más de 400 veces desde su constitución, en 1995. Sin embargo, la Organización Mundial del Comercio (OMC), que acaba de clausurar su XIII Conferencia bienal sin casi repercusión, podría tener sus días contados.
La máxima autoridad del comercio global necesita un balón urgente de oxígeno, pero no parece que ninguna potencia mundial se lo vaya a proporcionar.
La balanza de éxitos y fracasos de la OMC deja un ajustado equilibrio. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con los Acuerdos GATT auspiciados por EEUU de bajas tarifas sobre las mercancías y sus normas en favor del libre comercio han elevado entre un 1% y un 1,5% anual de promedio el PIB global -en especial, en los países en desarrollo, según el FMI-. Según este organismo, se han a aumentar los niveles de vida -rentas personales- entre un 10% y un 20%.
Sin embargo, la institución comercial también presenta sus deméritos. El hecho de que sus reglas de juego no se hayan adaptado a las nuevas formas de comercio, un error sin paliativos, aunque achacable a la alarmante falta de consenso de sus socios, que ha acabado paralizando sus estructuras. En su última cumbre, el único punto que salió adelante fue la moratoria de otros dos años para no imponer tarifas al comercio digital, por decisión in extremis de India, Indonesia y Sudáfrica, detractores habituales de esta norma, con la condición de que expirara en 2026. La directora general de la OMC, Ngozi Okonjo-Iweala, argumentó con ironía: “La buena noticia es que las empresas tendrán un tiempo suficiente de adaptación”.
La impotencia de su máxima dirigente deja un baño de realpolitik. Nada se mueve en la OMC en un año electoral en EEUU, a lo que hay que sumar la incertidumbre de la economía china y bajo una atmósfera nociva por la carrera competitiva desatada entre las superpotencias por proteger sus industrias y sectores tecnológicos.
La reindustrialización en la que están sumidas EEUU, China y otros países emergentes y de rentas altas han destapado la caja de los truenos y acorralado a la globalización. Un cóctel idóneo para la arena política de Donald Trump y sus discursos demagógicos. Su última embestida dialéctica ha sido amenazar a México con duplicar sus tarifas a los coches eléctricos fabricados por China en sus centros automovilísticos y devolverlos a la frontera.
La agresiva oratoria de Trump ni siquiera irrita ya a la familia liberal del Grand Old Party (GOP), instalada, desde hace décadas, en un círculo vicioso de guerras comerciales y de rebajas fiscales que han formado parte de la política económica de todas y cada una de las administraciones republicanas.
Aunque el mandato de Trump fue el que mayores muescas dejó en el revólver, el escenario es ahora algo distinto. México se ha convertido en el primer importador de EEUU al aprovechar las estrategias de relocalización geográfica de su vecino para abastecer sus demandas productivas, que se han visto catapultadas por una doble maniobra legislativa de la Administración Biden. De un lado, la Chips and Science Act, que ha inyectado 280.000 millones de dólares al impulso de fábricas de circuitos integrados y, de otro, la Inflation Reduction Act (IRA), dirigida a crear hasta 1,5 millones de empleos en 2030 en la industria, la construcción y las energías renovables.
México ha sabido apuntalar una estructura de lanzaderas y canales de distribución seguros hacia su socio del USMCA -el Nafta 2.0, reseteado por Trump-, provocar el sorpasso como exportador al primer mercado global. Eso sí, a costa de una compleja ecuación, ya que sus compras del gigante asiático han crecido desde 2017 más que sus ventas a EEUU. La razón en sortear las barreras arancelarias estadounidenses, reconoce Zhang Run, embajador chino en la segunda economía latinoamericana.
Tampoco China permanece de brazos cruzados. Firmas como Apple o Tesla están bajo creciente presión del régimen de Xi Jinping. El ambiente en la potencia asiática ya no parece el mismo que en las últimas décadas. Se ha vuelto hostil y ha dejado de ser una tierra de oportunidades, dicen los CEO’s americanos a sus interlocutores en las secretarías de Comercio y Estado, y lo achacan al renovado nacionalismo con desprecio a los negocios occidentales instaurado por Pekín, y a la batalla por alcanzar la supremacía tecnológica y geopolítica mundial.
Esta especie de réplica de Xi al Make America Great Again (MEGA) de Trump ha calado en el consumo doméstico de productos made in China, con las ventas de iPhones casi en caída libre -un 24% en los últimos seis meses, según Counterpoint Research-, y miles de coches Tesla varados en su mega-factoría de Shanghái. En enero la firma de Elon Musk embarcó un 16% menos de vehículos, dice China Passenger Car Association.
Este pulso tecno-industrial resulta vital para su premier, Li Qiang, a quien el Congreso Nacional del Pueblo acaba de mandar que eleve el PIB hasta el 5%, con una novedosa consigna: la paulatina expulsión del capital occidental y su sustitución por empresas estatales en sectores como el financiero o el energético, lo que exige “reemplazar el software extranjero” dentro de sus “sistemas operativos para 2027”, según estipula el llamado Documento 79 del cónclave del Partido Comunista Chino desvelado por The Wall Street Journal.
La fuga de inversiones foráneas de China es otro síntoma de esta tensión geoestratégica sin resolver. Sin que los intentos bilaterales -oficiales y privados- por devolver la cordialidad comercial hayan tenido efecto positivo alguno. Más bien al contrario, el futuro no depara buenos augurios.
Trump acaba de señalar directamente a Xi Jinping en su discurso de Dayton (Ohio) en el que hizo alusionesn a los inmigrantes ilegales mexicanos y a sus “monstruosas fábricas de coches” y en el que prometió aumentar un 60% los aranceles a los productos chinos, un 50% a sus coches y un 10% a las importaciones del resto del mundo. En un tono nada conciliador: “Vamos a atornillaros como vosotros hacéis con nosotros […] es simple y justo”, dijo.
Entretanto, China baraja escenarios alternativos en función de una victoria de Trump o de Biden, a quien critican por su contumaz ataque para impedir, con vetos y sanciones comerciales, que sus empresas o las de sus aliados vendan tecnología americana al gigante asiático. Así lo advierte Neil Sherring, economista jefe de Capital Economics, quien anticipa nuevos frentes inversores, tecnológicos e industriales entre ambas superpotencias, con independencia de quién sea el próximo inquilino del Despacho Oval.
En una nota a clientes incide en que ni la táctica ni la intensidad de Pekín frente a esas fricciones serán las mismas con Biden que con Trump. Aunque tengan vasos comunicantes, como el doble desafío de volver a situar su superávit corriente en niveles previos al mandato del dirigente republicano y de espolear sus manufacturas. El CEO del Libro Beige de China, Leland Miller, señala que Pekín ve a su industria en su objetivo de acelerar el PIB como el combustible alternativo a su mercado inmobiliario, sometido a una crisis estructural desde que quebró Evergrande.
Sus dirigentes -explica- “están preocupados por la expansión del crédito y la deuda” y, por eso, “focalizan sus prioridades en la seguridad nacional y en construir un ecosistema tecnológico y manufacturero de chips que estimule su crecimiento".
Shearing y Miller concuerdan en que esta vuelta de tuerca entre Washington y Pekín “creará nuevas disputas globales” y en que la resistencia de Xi será más feroz con Trump, debido a sus amenazantes subidas arancelarias y su poder para movilizar a EEUU hacia un aislacionismo mundial, lo que reavivaría el intento de 'homicidio' que el candidato del GOP ya perpetró contra la OMC durante su presidencia.
Este horizonte también resulta factible para Jared Cohen, de Goldman Sachs, quien no descarta un “aterrizaje brusco” de la geopolítica por la inserción de asuntos como las reconversiones de las cadenas de valor o las reestructuraciones comerciales y rutas logísticas dentro del ámbito de la soberanía nacional -especialmente, en EEUU y China- y por el uso masivo de recursos públicos para garantizar el suministro de minerales críticos con los que atender sus industrias.
Todo ello “creará riesgos a la economía global” y podría configurar un teatro geopolítico con una escena especialmente peligrosa, la confrontación entre China y alguno de sus vecinos -Taiwán y Filipinas- que provoque la intervención de EEUU y que, según Bloomberg Economics, supondría un coste de 10 billones de dólares y pérdidas humanas y económicas que “dejarían en shock a varias generaciones”.