El economista Tomas Piketty (Clichy, Francia, 1971) ha roto un tabú cuando se cumplen 30 años de la caída del Muro de Berlín. Con las investigaciones de sus libros ha acabado con el discurso único de que no hay alternativa al capitalismo desregulado que ha marcado el mundo desde los años 80 del siglo pasado. Tras el éxito de ventas de El capital en el siglo XXI (Deusto, 2013), el director de investigación en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), profesor en la Paris School of Economics y codirector de la World Inequality Database vuelve con Capital e ideología (Ed.
La conclusión de Piketty en su nuevo libro es demoledora: "Las desigualdades actuales y las instituciones presentes no son las únicas posibles, pese a lo que puedan pensar los conservadores: ambas están también llamadas a transformarse y a reinventarse permanentemente". El economista francés aporta en 1.200 páginas suficientes datos e investigación para confirmar que la desigualdad es un asunto ideológico y político que se puede cambiar. Además de la investigación, Piketty propone soluciones como subir los impuestos de la renta y del patrimonio, eliminar la imposición indirecta, construir instituciones internacionales que velen por una fiscalidad común además de eliminar la libre circulación de capitales, un papel más determinante de los trabajadores en la gestión y la propiedad de la empresas y ceder 120.000 euros a cada joven cuando cumplan 25 años, entre otros planteamientos.
Se trata de propuestas plausibles, algo que ha puesto nerviosos a ciertas élites. El economista desprecia las críticas conservadoras sin fundamento: "Lo curioso es que la misma gente que me decía '¿qué van a hacer los hijos de los grupos más desfavorecidos con esos 120.000 euros?' o 'va a reducir el incentivo para buscar un trabajo' no tenía ningún tipo de problema con los que tienen sueldos o herencias familiares de un millón o 10 millones, aunque estas personas tampoco sepan qué hacer con ese dinero. Estas reacciones críticas vienen de personas que aseguran defender la libertad, aunque la libertad que realmente les importa es la de una élite de minoritaria de niños ricos. Pero cuando hablamos de la libertad del 50% o 60% más desfavorecido de la población, ¿esa libertad les da miedo?"
En 1960, Daniel Bell publicó El fin de las ideologías, un manual en el que precedió a otros autores conservadores, sobre el final de la dialéctica de la historia y la aparición del pensamiento único. Han tenido que pasar 50 años para que usted devuelva el debate político a la ideología, de manera que la izquierda tenga un asidero con posiciones claras que defender.
Creo que las ideologías han jugado un papel muy importante en las transformaciones históricas y en la evolución económica. La élites creen que hay algo objetivo o natural en la organización de la economía o en la desigualdad social, pero el hecho es que cuando miras cómo ha sido la transformación de la historia se puedes observar una inmensa diversidad ideológica que ha influido directamente en los niveles de desigualdad. Yo lo que quería era que este libro se fijase en la ideología desde un punto de vista positivo, desde el punto de vista de cómo las sociedades utilizaron la imaginación para solventar los problemas, de aportar fórmulas a la hora de organizarse y de justificar esas maneras de organizarse. El problema que tenemos que resolver es la visión de la organización social y política, que son problemas muy complejos y nadie va a tener nunca una respuesta perfecta.
Desde que se implantó el sistema de fronteras hay una gran diversidad de respuestas, lo que no quiere decir que todas las respuestas puedan ser evaluadas. Yo intento siempre evaluarlas, pero para poder comprobar si se pueden aplicar hay que analizar el valor de esas ideologías y reconocer si son posibles.
Cuando critican su libro con frases se utilizan frases como "Thomas Piketty está contra la propiedad privada" o "Piketty quiere regalar a cada joven 120.000 euros", ¿es la forma que tiene el sistema para evitar que el debate se centre en la desigualdad y que estamos hablando de posiciones ideológicas?
He tenido reacciones que calificaría como muy interesantes a las propuestas que detallo en mi libro. Por ejemplo, yo propongo que que cada persona a la edad de 25 años reciba 120.000 euros como herencia, que en Francia correspondería a un 60% de la riqueza media de un adulto. En mi propuesta las personas que obtendrían un millón de euros tras los impuestos recibirían 620.000 euros mientras que las personas sin ingresos obtendrían esos 120.000 euros. No creo que sea una propuesta tan radical, se podría ser más radical, de hecho en la historia ya hemos tenido tipos impositivos mucho más altos.
Las principales críticas a esta propuesta eran "¿qué harán los trabajadores con la gestión de las empresas?, "¿qué van a hacer los hijos de los grupos más desfavorecidos con esos 120.000 euros?", "va a reducir el incentivo para buscar un trabajo" o "no van a tener buenas ideas a las que dedicar este dinero". Lo curioso es que la misma gente que me decía esto no tenía ningún tipo de problema con los que tienen sueldos millonarios por estar al frente de compañías o tienen herencias familiares de un millón o 10 millones, aunque estas personas tampoco sepan qué hacer con ese dinero. Estas reacciones críticas vienen de personas que aseguran defender la libertad, aunque la libertad que realmente les importa es la de una élite de minoritaria de niños ricos. Pero cuando hablamos de la libertad del 50% o 60% más desfavorecido de la población, ¿esa libertad les da miedo?
Entre 1980 y 2018 donde menos ha aumentado la desigualdad ha sido en las socialdemocracias europeas, pero ¿por qué no hubo capacidad por parte de la izquierda para responder al pulso ideológico del incremento de la desigualdad que dio pie a las victorias de Margaret Thatcher y Ronald Reagan?
La socialdemocracia consiguió logros muy importantes entre 1950 y 1980, pero quizás confiaban demasiado en su éxito y no se prepararon lo suficiente para el siguiente paso. En concreto, no se prepararon para la regulación de la globalización o para ir más allá de la nación Estado o ni siquiera sabían cómo querían organizar la moneda común europea.
En los 80 y 90, cuando Reagan y Thatcher llegaron al poder e implantaron la desregularización financiera, los socialdemócratas no estaban preparados para responder, intentaron desarrollar tratados para organizar el flujo de capitales pero sin tener una solución real para una fiscalidad común de Europa. Ahora, treinta años más tarde nos hemos dado cuenta de esa falta de respuesta ha creado el caldo de cultivo para un sistema fiscal tremendamente desigual que sufren las clases más desfavorecidas y que hace que sea muy difícil que las personas con altos patrimonio paguen más impuestos.
Este caldo de cultivo ha terminado en una parte muy importante del sentimiento negativo en contra de la integración europea y como base de las dudas de la capacidad de los partidos socialdemócratas para proteger a los grupos más desprotegidos ante la competitividad fiscal.
Se dio una limitación intelectual en los socialdemócratas, en parte porque en el periodo del 50 al 80 creían que era posible el control del capital por parte de cada nación Estado. Era el momento álgido de la Guerra Fría, pero cuando el comunismo fracasó, perdieron a su mejor enemigo y asumieron preceptos políticos capitalistas sin una alternativa para la redistribución de la propiedad, de la organización de la globalización y de la justicia educativa.
¿Y tienen capacidad la socialdemocracia para responder ahora?
A partir de los años 80 los partidos socialdemócratas se convirtieron en los partidos de los titulados universitarios, de aquellos que más éxito habían tenido en el mundo educativo. Las personas con un nivel más bajo de educación han sentido que ya no eran la prioridad para estos partidos. Desde entonces, no han sido capaces de renovar sus planteamientos ni presentar un proyecto alternativo para el capitalismo. A este proyecto alternativo es a lo que yo intento contribuir con este libro.
A los partidos antiguos socialdemócratas les ha salido ahora competencia con partidos nuevos de la izquierda radical —que para mí no son tan radicales—, que han encontrado un hueco entre la gente insatisfecha con la socialdemocracia. Cada partido siente que tiene razón y son incapaces de trascender a esa competición y generar una organización federal para unirse bajo un bajo un tipo de plataforma nueva, de manera que ahora se quedan en formaciones muy pequeñas con lo que va a ser difícil que consigan el poder.
De todas maneras, no soy pesimista porque la derecha también está tremendamente dividida entre el centroderecha y la derecha extrema xenófoba. La situación política es complicada, estamos viviendo un tiempo de división, tanto en la ideologías como en las políticas y el sistema se está construyendo en varias direcciones.
Con la lectura de su libro se saca la conclusión de la necesidad entre las fuerzas progresistas de mantener un combate permanente —ideológico, económico, educativo y social— para que no ocurra que con el incremento del nivel de vida de los votantes cambien sus intereses y los partidos se conviertan en formaciones de "izquierda brahmánica" (de casta).
El mundo no es estático, en la historia se dan cambios constantes. No es que de repente los socialdemócratas hayan decidido apoyar a los ricos y dejar a los pobres. En efecto, los partidos socialdemócratas no fueron capaces de hacer frente a nuevos retos. No estoy intentando culpar a nadie en este libro, simplemente estoy intentando que la gente sea consciente de que ha habido una deriva en el incremento de la desigualdad y problemas en la redistribución de la riqueza que han dañado la credibilidad de la izquierda, de los socialdemócratas y proyectos como la Unión Europea.
La cuestión es: ¿qué vamos a hacer para arreglar los problemas de la sociedad? Si no hay un cuestionamiento profundo de cuál es el programa político y hacia dónde queremos ir, no habrá salida. Es importante tener un programa para decir qué tipo de sociedad alternativa queremos construir, saber cuál es el objetivo final, porque si no se conoce ese objetivo, ¿cómo se puede convencer a nadie de que se una al camino para poder empezarlo juntos?
Desde el punto de vista de sus estudios de la historia qué cree que ha fallado en Latinoamérica para que coincidan un conjunto de gobiernos de izquierdas durante años en diferentes países pero la desigualdad parece que se mantiene intacta.
Ha habido experiencias muy diferentes según los países de Latinoamérica, los niveles de desigualdad en Argentina son diferentes a los que hay en Chile o Brasil. En Argentina pese a todas sus limitaciones ha tenido más éxito a la hora de reducir la desigualdad y de implantar políticas para desarrollar a la clase media en comparación con lo que ha pasado en Chile.
Unas de las grandes dificultades que han vivido estos países —que es diferente a la situación de Europa— es cuando grandes propietarios que vienen del extranjero, como empresas de Estados Unidos o bancos europeos, que invierten y crean oportunidades pero también generan un discurso político sobre cuál debería ser el nivel de pago de la deuda, por ejemplo, que no es justo. Cuando hay graves problemas de desigualdad y carencias educativas o sanitarias, estos grandes propietarios de capital tratan de marcar un discurso en el que es más importante pagar la deuda a los inversores privados que arreglar estos problemas.
Llegar a un consenso democrático sobre cuál es el nivel adecuado de desigualdad o de justicia social es muy complicado. La relación con los grandes propietarios de capital es muy difícil dentro de una comunidad política, pero cuando esos propietarios del capital son externos a la comunidad y se pueden deslocalizar con facilidad o transferir el capital sin problemas, las relaciones políticas son aún más difíciles. Creo que esta es una de las razones más importantes para que se den esos ciclos políticos en Latinoamérica.
Usted en su libro propone como una de las soluciones el federalismo a escala mundial y regional.
La concepción de uniones regionales basadas en la fiscalidad común y la transparencia financiera son relevantes ya que servirían para solventar muchos problemas. Lo que no se puede es aplicar las mismas soluciones sin tener en cuenta la situación de los países de una región del mundo o simplemente sobre la base del libre comercio y la libre circulación de capitales. Necesitamos una regulación común de fiscalidad y esto se puede aplicar a Latinoamérica, Europa y África. Todavía no existe ningún organismo multilateral de países de tipo fiscal en el mundo. En cualquier región del mundo, se puede construir un modelo más igualitario mediante nuevas formas de cooperación o de federalismo, con fiscalidad común y objetivos sociales para el futuro.
Sin embargo, la historia nos ha mostrado que la creación de organismos multilaterales (FMI, Banco Mundial, OMC...) no solo no ha sido la solución sino que para muchos países ha sido una generación de problemas para su población.
Estas organizaciones consiguieron al principio algunos éxitos pero posteriormente se adhirieron a una planteamientos políticos más cercanos a la revolución conservadora de los años 80 del siglo XX, utilizando las quitas de la deuda de países que estaban ahogados económicamente como palanca ideológica, en lo que se puede definir como un chantaje.
Algo similar ocurre con la Unión Europea, cuya construcción ha tenido más en cuenta la libre circulación de capitales que el bienestar de las personas. Por este motivo se genera una desafección contra estas grandes instituciones que realmente no solucionan los problemas de los ciudadanos. Hay que poner en marcha una coalición a nivel europeo con un número reducido de países, por ejemplo, España, Francia, Italia, Alemania, que desarrollen proyectos más ambiciosos en fiscalidad común, transición energética y justicia social. Que las iniciativas de actores más importantes en este grupo reducido pueda servir como ejemplo de lo que se puede hacer. Si funciona, se podrá convencer a más países en Europa y en el mundo. Si esperamos que las cosas sucedan a nivel de las Naciones Unidas, nunca va a funcionar.
Hablando de la sacralización de la propiedad privada, ¿cuál ha sido el papel de la Iglesia en la justificación de la desigualdad? Por ejemplo, en España la iglesia sigue siendo uno de los principales propietarios inmobiliarios.
La iglesia católica ha sido y es un gran propietario inmobiliario aunque se ha reducido muchísimo en el último siglo. Es verdad que sigue siendo una fuerza a tener en cuenta, especialmente en países como Francia o en España. La redistribución de la propiedades de la Iglesia tuvo que pasar por un proceso muy complicado porque alegaron que eran grandes propietarios pero proporcionaban servicios sociales, educativos, etcétera. La realidad es que los logros de la Iglesia en el aumento del nivel educativo o de la sanidad han sido bastante menos exitosos que lo que ha conseguido el Estado o la administración pública local. Uno de los problemas que tenemos hoy en Francia es que las escuelas católicas reciben mucho apoyo económico desde las Administraciones públicas pero no aceptan a cualquier niño, quieren seleccionarlos y en la práctica tienden a admitir a niños de clases más favorecidas, con lo cual se ponen trabas a la escala social.
En España le ha dedicado un capítulo al independentismo catalán.
Creo que el problema político en Catalunya es muy complejo, no tengo dudas de que los motivos políticos del independentismo son muy variados pero me llamó la atención la adhesión de rentas altas al movimiento independentista y su excesivo discurso contra la solidaridad fiscal. No soy contrario a la descentralización política pero la cesión a administraciones regionales de parte del impuesto sobre la renta ha provocado una competencia fiscal entre regiones como ocurre entre países en Europa, donde hay una ausencia total de solidaridad fiscal y donde se intensifica una relación perniciosa entre frontera y propiedad.
¿Cómo se puede luchar contra lo que usted denomina la trampa social-nativista (el discurso de la ultraderecha de prometer medidas sociales solo para los ciudadanos de un país y culpar a los inmigrantes de los problemas)?
El auge del social nativismo o de las fuerzas políticas xenófobas es en gran parte la consecuencia de la falta de ambición política a nivel de la justicia social y de una transformación económica. En cierto modo, esto es como quien dice que no se puede gravar a las grandes fortunas, así que voy a vengarme con los pobres inmigrantes o los pobres trabajadores de países extranjeros. Creo que la única manera de deshacerse de esta trampa social nativista es desarrollar una agenda más extensa, basada en la justicia económica y en la reducción de la desigualdad.
Podría explicar por qué los impuestos indirectos no tienen justificación real (salvo los destinados a corregir externalidades, ya sean medioambientales o de otro tipo).
Porque cuando hablamos de transparencia democrática es mejor tener una fiscalidad progresiva con impuestos que graven a la renta y al patrimonio, ya que así es más fácil determinar qué grupos está pagando según lo que ingresan y según lo que tienen. Propongo eliminar los impuestos indirectos como el IVA porque en la práctica son muy regresivos, perjudican a los grupos más desfavorecidos que tienen que dedicar la mayoría de su renta al consumo y pierden capacidad de ahorro. A veces los impuestos indirectos pueden compensar las desigualdades si son muy altos sobre los bienes de lujo, aunque la realidad es que no frenan el proceso de concentración de riqueza ni cumplen un objetivo de distribución —en los últimos años la tasa de crecimiento de las grandes fortunas ha sido mayor que la tasa de crecimiento de la economía—, sin contar que este tipo de imposiciones son menos precisas y menos efectivas que el impuesto sobre la renta y sobre el patrimonio.