Desde los años noventa hasta hoy se ha hecho uso de la analogía de Múnich de 1938 para justificar guerras, intervenciones militares occidentales en territorios ajenos y aumento progresivo del gasto militar
Qué une a Trump con Putin: una larga historia de negocios, resentimiento y más de un enigma
Desde 2022 hasta hoy muchos partidarios de la perpetuación de la guerra en Ucrania han establecido una comparación con el prólogo de la Segunda Guerra Mundial para defender la postergación de la negociación y de un acuerdo de paz.
Es lo que se denomina la analogía de Múnich de 1938. Con ella insisten en que el primer ministro británico de entonces, Neville Chamberlain, en su empeño por la paz, condujo a Europa hacia la guerra por no poner freno a tiempo a las ambiciones de Adolf Hitler.
Esa comparación se aplicó en las décadas siguientes y sirvió de excusa para la intervención de EEUU en Corea y Vietnam, con desastrosos resultados para Washington. Aquellas consecuencias, unidas a las restricciones impuestas por el propio contexto de la Guerra Fría de entonces, limitaron la acción bélica directa hasta los años noventa, con la disolución de la Unión Soviética.
Desde entonces se ha hecho uso de la analogía de Múnich para justificar varias intervenciones militares occidentales en territorios ajenos. No importa que se hayan usado mentiras para ello. Cada vez que arrecian tambores de guerra se vuelve a defender que el conflicto armado es inevitable, que la diplomacia debe ser postergada y que estar en contra de la vía militar es peligroso e, incluso, alta traición.
Una de las características de la geopolítica es que cualquier potencia, más aún cuando su hegemonía peligra, prioriza sus intereses por encima de los de sus aliados
En 2022 el presidente Biden afirmó que la guerra en Ucrania debía durar “tanto tiempo como haga falta”, envió más tropas a suelo europeo y pidió sacrificios a Bruselas en pos de una guerra presentada como el enfrentamiento del bien contra el mal, mientras Washington financiaba y facilitaba el genocidio israelí contra Gaza.
Los países europeos aceptaron la estrategia de Washington, priorizando el objetivo de “encapsular” a Putin -ese es el término que se usaba en cancillerías occidentales en 2022- y sustituyendo la compra de gas ruso por la de gas licuado estadounidense a un precio más elevado. Se apoyó ese guion, hasta el punto de que cualquier propuesta alternativa ha sido hasta ahora estigmatizada y tergiversada.
No fueron pocas las voces expertas que alertaron de que la guerra se enquistaría con pocos avances en el frente y de que Ucrania solo lograría sus objetivos si la confrontación se ampliaba, con el riesgo de derivar en una tercera guerra mundial con potencias nucleares involucradas. Aun así, los defensores de la guerra y del aumento del gasto militar insistieron en que había que continuar, porque todo lo demás era Chamberlain en Múnich. En esas seguimos.
En un artículo reciente, el profesor de Historia Mark Episkopos ha escrito que la analogía de Múnich “es sumamente peligrosa no porque sea históricamente analfabeta y absolutamente inaplicable a los desafíos que enfrenta Estados Unidos hoy –aunque ciertamente es ambas cosas–, sino porque, al enmarcar a los adversarios como enemigos existenciales a los que hay que presionar, aislar y enfrentar a cada paso, precipita la catástrofe contra la que supuestamente advierte”.

Durante casi tres años el pueblo ucraniano ha sufrido una guerra de desgaste, con dolorosos sacrificios y múltiples bajas. Apenas hubo consideración hacia los mecanismos que podían desactivar la perpetuación del conflicto militar. Ahora se anuncia un rearme, para lo cual la UE -en los primeros puestos del ranking mundial de gasto militar, por delante de Rusia- anuncia que pondrá ochocientos mil millones de euros.
De este modo Bruselas sigue acatando los mandatos de Washington. Desde Eisenhower hasta hoy todos los presidentes de EEUU han pedido a los países de la OTAN más gasto militar. Trump exige más aún, algo que él mismo había anunciado antes de las elecciones. Europa escenifica frustración ante el nuevo mandatario estadounidense, pero enseguida se pone manos a la obra, sin ofrecer más alternativa que la de la consolidación de un clima prebélico.
El rearme supone un paso más en la tensión y también en el ritmo de la sobreacumulación a través de la industria militar. En el escenario global varias potencias internacionales apuestan por la militarización como medio para el acceso a territorios, a recursos naturales y a clientes, pero también como fin en sí mismo, como negocio con el que una elite podrá seguir acumulando beneficios económicos mientras los pueblos ponen los muertos.
Grandes potencias aspiran a mantener órbitas de influencia en los territorios cercanos, incluso a costa de la soberanía de los vecinos
Cuando Rusia invadió Ucrania en 2022, Europa dio por sentado que EEUU sería un aliado siempre confiable, a pesar de haber vivido anteriormente el primer mandato de Trump. Siguió en la misma línea incluso después del ataque contra el gasoducto Nord Stream II, diseñado para suministrar gas ruso a países europeos.
O Bruselas eligió grandes dosis de hipocresía para aparentar que no percibía los riesgos de embarcarse indirectamente en una guerra en la que EEUU podía soltarle de la mano en cualquier momento o, simplemente, no hubo dirigentes capaces de detectar una de las características básicas de la geopolítica: que cualquier potencia, más aún en tiempos en los que su hegemonía peligra, prioriza sus intereses por encima de los de sus aliados subordinados.
La geopolítica se compone de geografía y política. Las grandes potencias tienen en cuenta los mapas para trazar sus estrategias y aspiran a mantener órbitas de influencia en los territorios cercanos. Algunas lo hacen incluso a costa de la soberanía de las naciones vecinas.
En 1962 EEUU reaccionó ante la colocación por la URSS de misiles nucleares en Cuba. Como señala Jack Matlock, diplomático por aquel entonces en la embajada estadounidense en Moscú y traductor de algunos de los mensajes que el líder soviético Nikita Krushchev envió al presidente John F. Kennedy, si el mandatario soviético no hubiera retirado esos misiles, “Kennedy habría atacado, y si lo hubiera hecho, los comandantes locales podrían haber lanzado misiles nucleares contra Miami y otras ciudades, y EEUU habría respondido con ataques a la URSS. Así que Kennedy hizo un trato: tú retiras tus misiles de Cuba y yo retiraré los nuestros de Turquía. Funcionó y el mundo respiró mejor”.
La extensión de la OTANEn 1990 Washington y Moscú negociaron los primeros pasos de la unificación alemana. El diplomático estadounidense Jack Matlock, como participante directo en esas negociaciones, recuerda que el secretario de Estado de EEUU, James Baker, dio garantías verbales al dirigente soviético, Mijail Gorbachov, de que la OTAN no se extendería al este si los rusos aceptaban que Alemania Oriental se uniera a Alemania Occidental en las condiciones especificadas por Alemania Occidental.
En el mismo sentido, documentos desclasificados -recientemente disponibles- también desvelan que el primer ministro británico de entonces, John Major, y el ministro de Asuntos Exteriores de Alemania Occidental, Hans-Dietrich Genscher, ofrecieron garantías similares.
Tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, el presidente George Bush padre se erigió como abanderado de la guerra y del “fin del síndrome de Vietnam” y lanzó la Guerra del Golfo. Su hijo, George W. Bush, continuó y amplió esa senda, impulsando intervenciones militares y desarrollando la idea de “guerra preventiva” ante “amenazas inminentes”, frente a la política del apaciguamiento. Desde entonces hasta hoy la OTAN ha demostrado que no se limita a ser una alianza militar defensiva. Las operaciones en Afganistán, Irak o Libia, son algunos ejemplos de ello.

Que Moscú iba a percibir como amenaza las bases militares estadounidenses en naciones cercanas, la intervención en los asuntos políticos de Ucrania, la extensión de la OTAN hacia el este y la promesa de la entrada de Georgia y Ucrania en la misma era sabido por máximos expertos en Washington. El propio Matlock ha contado que, en 1997, cuando empezó a plantearse la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas, “afirmé al Senado [de EEUU] que esa expansión de la OTAN nos llevaría a donde estamos hoy”.
George Kennan, diplomático estadounidense y arquitecto de la estrategia de contención en la Guerra fría, también advirtió en 1998 de que la expansión de la OTAN era un “error trágico” que podría provocar una “mala reacción de Rusia”. “Hay pruebas abrumadoras de que los dirigentes rusos se alarmaron desde el inicio por la extensión de la OTAN y expresaron sus preocupaciones en repetidas ocasiones”, recordaba en 2022 el profesor de Relaciones Internacional en Harvard, Stephen Walt.
En el mismo sentido se expresaron diplomáticos, analistas y asesores como Henry Kissinger, George Beeve, William Burns, Anatol Lieven, Katrina vanden Heuvel, Samuel Charap o Thomas Graham, entre muchos otros.
Las dinámicas de los rearmes, del miedo y de la guerra refuerzan el marco de la extrema derecha
Nada de esto justifica la invasión rusa de Ucrania, simplemente describe las dinámicas de las grandes potencias, tanto las que están en ascenso como las que sufren un declive. También demuestra la gran necesidad de modificar el modelo internacional actual, para limitar los abusos imperialistas y otorgar más espacio a la diplomacia, a dinámicas de respeto mutuo entre Estados, a la negociación, a la búsqueda de intereses compartidos, a relaciones de buena vecindad y al fortalecimiento del derecho internacional. Sin embargo, se está tomando el camino contrario: el del lenguaje de la guerra y el rearme, que facilitan más impunidad, más tensión y más riesgos.
Claro que hay alternativas, pero para eso se necesitan dirigentes dispuestos a detectar los riesgos del belicismo, a elegir un guion propio en detrimento de los intereses estadounidenses o de cualquier otra potencia, a intentar negociar relaciones de buena vecindad y a estrechar relaciones comerciales con otras naciones, como China y potencias regionales, para no depender tanto de un solo gran socio.
También son precisos diagnósticos honestos: en Ucrania, Washington y Moscú se han disputado intereses y han echado un pulso. El propio Trump, en su primer mandato, envió armamento letal a Ucrania y presionó a Alemania -y a Europa en general- para que dejara de comprar gas ruso y para que enfriara sus relaciones con Rusia.

Uno de los requisitos esenciales para defender los intereses propios es saber qué quiere o qué persigue el otro. Es el abc de la diplomacia y la negociación. Europa tiene que entender qué persiguen Washington y Moscú. Esto no significa tener que estar de acuerdo ni justificar los planes ajenos, sino percibir dónde nos movemos para saber cómo proceder y actuar. Los hechos y los riesgos son los que son, los límites son los que hay.
Si ahora Europa continúa la senda del rearme consolidará la perpetuación de la tensión y del clima prebélico, escenario idóneo para quienes deseen recortar derechos, libertades y políticas sociales. Las dinámicas de la guerra y del miedo refuerzan el marco de la extrema derecha, son la atmósfera que facilita su auge. Por el contrario, la apuesta por vías para la paz, así como los esfuerzos para enseñarla y construirla con pedagogía política, es uno de los mayores muros de contención frente a la deshumanización y a la violencia.
Al igual que un alto el fuego en Palestina es el requisito imprescindible para salvar vidas, está claro a dónde conducen los caminos contrarios a la búsqueda de un alto el fuego en Ucrania y las vías del rearme en Europa. Es muy fácil sentarse en los despachos y en los estudios de televisión occidentales y aplaudir la guerra y el aumento vertiginoso del gasto militar porque, al fin y al cabo, los que pueden morir son otros: los ucranianos, los soldados rusos y también, según los delirios de algún mandatario, los hijos de trabajadores europeos.