La Constitución de Cádiz de 1812 es la madre en la que se reconocen todos los liberales españoles. Es el primer intento de enterrar el Antiguo Régimen y alumbrar un nuevo país de derechos ciudadanos. Aquellos liberales españoles se miraban en la Ilutración, en la revolución inglesa, en la francesa y en la americana, incluso mostraban simpatías con los movimientos emancipadores latinoamericanos. Aunque fuera en detrimento de una España imperial.
Hubo quien, en aquellos años de invasión napoleónica, a los liberales los llamaba afrancesados. Algunos, por colaboracionismo con el invasor; a otros, por denigrar al enemigo del absolutismo personificado en aquel Fernando VII –Borbón como el rey francés derrocado en 1789– que sofocó durante una década ese espíritu patriótico que se levantó contra Napoleón y que se había constituido en pueblo soberano en las Cortes de Cádiz (1810-14).
El liberalismo español vivió sus mejores momentos en el siglo XIX, en la medida en que era el pensamiento que se oponía a las monarquías absolutas y al conservadurismo que las alimentaban. Impulsó desamortizaciones, sufragios censitarios, reducción de trabas comerciales, avances en las libertades de prensa, imprenta, políticas y sindicales. Y lo hizo como los conservadores: a veces, en connivencia con la Corona, otras veces, en las Cortes, y, a veces también, con espadones –Espartero, Narváez, Pavía...–.
El XIX es el siglo en el que más se reconocen los liberales españoles, porque es cuando configuraron un corpus que les ha servido de referente hasta la actualidad.
En la precampaña electoral del 20D, en 2015, la primera a las generales de Ciudadanos, Albert Rivera presentó su "Nuevo proyecto común para España" en Cádiz, en la asumida como cuna del liberalismo español. Eran los días en los que Albert Rivera no dejaba de citar a Adolfo Suárez, incluso tenía buenas palabras para Felipe González y José María Aznar; eran los tiempos en los que se buscaba la equidistancia entre "rojos y azules" más que el eje viejo-nuevo.
Ciudadanos había nacido en Catalunya una década antes, con raíces antinacionalistas pero aún se reivindicaba "progresista" en sus estatutos. Entre sus fundadores había personalidades diversas, algunas de ellas provenientes del PSC, que hicieron del antinacionalismo catalán su herramienta para colocar a Inés Arrimadas como jefa de la oposición en Catalunya. Pero su proyección en 2015 hacia el resto de España era con la memoria de Suárez –el de la Transición, no el secretario general del Movimiento– y el referente de Cádiz, lejos de aquellas elecciones europeas de 2009 en las que se presentó con Libertas, plataforma de extrema derecha.
Rivera quería representar ese puente: con el pactismo de la Transición –firmó con Pedro Sánchez un acuerdo de investidura en 2016 frente al Abrazo, de Juan Genovés–; con la limpieza frente a la corrupción –ante la Gürtel y los ERE–; con la austeridad frente al despilfarro de la burbuja de la política –fin del Senado, de las Diputaciones Provinciales, etc–; del intervencionismo en lo público a la independencia institucional –de la Justicia, los órganos reguladores económicos...–. Y el espejo europeo.
El entonces jefe de los liberales europeos, Guy Verhofstadt, acompañó a Rivera en varios actos durante aquella campaña. El ya expresidente de Ciudadanos presumía de un regalo de Emmanuel Macron en su despacho. La familia política –Partido ALDE y grupo Renew Europe en la Eurocámara– no es tan importante como la personal, pero en muchas ocasiones puede llegar a ser muy reconfortante. De repente, Rivera comenzaba a reunirse con comisarios europeos, con primeros ministros, con una familia que tenía gobiernos locales, regionales y estatales, que representaba la tercera pata de la arquitectura constitucional europea.
La familia de un Emmanuel Macron que montó un movimiento transversal desde el socialismo francés y llegó al Elíseo en tiempo récord. O de un Nick Clegg que llegó a cogobernar el Reino Unido, lo cual pagó muy caro: con un batacazo y una dimisión. Como ha hecho este lunes Rivera. Pero al tiempo dejó un legado que aún sigue vigente: los Liberal Demócratas británicos son los que más nítidamente han alzado la bandera de la oposición al Brexit.
Liberales son los gobiernos de Bélgica, Países Bajos, República Checa, Luxemburgo, Estonia y Eslovenia. Y los comisarios de Mercado Digital –vicepresidente de la Comisión Europea–; Comercio; Transporte; Competencia; y Justicia.
Y en la mayoría de ellos se reconocen patrones que fue perdiendo Rivera en su tránsito desde aquel noviembre en Cádiz en 2015 hasta el "liberal ibérico" de 2019, una expresión utilizada por los de Rivera en la campaña electoral del 10N. Hablan de profundización democrática, el Estado de Derecho, los derechos humanos; de sociedades abiertas, libres y justas; de prosperidad económica; de desarrollo sostenible; y de una Europa que rinda cuentas.
Los liberales europeos, y Verhofstadt es el fiel reflejo en el Parlamento Europeo, pactan tanto a izquierda como a derecha. O a izquierda y derecha al mismo tiempo. Son heterogéneos, pero algo tienen en común: su pragmatismo y su capacidad de adaptación. Su agenda es pactar a cambio de influencia, ya sea a través de cargos institucionales como de líneas programáticas. Hasta ese punto es así, que Charles Michel llegó al gobierno de Bélgica siendo el quinto partido más votado –el 1 de diciembre se estrenará como presidente del Consejo Europeo–, por ejemplo. O que los liberales suecos abandonaron su bloque tradicional –centroderecha– para evitar que el gobierno del país dependiera de la extrema derecha.
Pero esto no lo entendió Rivera, que no dejó de llevar problemas –y escisiones– a la Eurocámara –tanto en 2014 como en 2019–. Se lo avisó Manuel Valls, espejo reducido de la figura de Emmanuel Macron: aliarse con la extrema derecha sale caro, cerrarse a pactar sólo con la derecha no es centrista.
No lo hicieron los liberales suecos, pero tampoco lo han hecho nunca los liberales belgas –gobernaron con la nacionalista flamenca N-VA, que comparte grupo con Vox en la Eurocámara, pero no con los ultras del Vlaams Belang–, ni los holandeses, ni los alemanes –que nunca lograron tanto apoyo electoral, pero han servido de bisagra tanto para el SPD como la CDU o los Verdes– y menos aún los franceses. "Con la extrema derecha no se pacta, se le derrota en las urnas", le dijo la entonces ministra de Asuntos Europeos, Nathalie Loiseau, después del acuerdo andaluz con Vox.
Rivera decidió, como le recordó Toni Roldán, que lo de "ni rojos ni azules" debía ser historia. Que el crecimiento del 28A y el 26M habían ratificado su estrategia de jugar en el lado derecho, en lugar de en el centro del campo. Tan crecido estaba Rivera, que quiso presumir en Bruselas de un apoyo de Macron a sus alianzas que el propio Elíseo se apresuró a desmentir.
La familia liberal europea no se sentía reconocida ni con la foto de Colón. Pero tampoco con los vetos al PSOE. ¿Cómo podían entender los liberales que el primer ministro holandés, Mark Rutte; el belga, Charles Michel; y el francés, Emmanuel Macron, negociaran y pactaran con Pedro Sánchez el nuevo gobierno de la UE mientras Rivera ni siquiera se dignaba a hablar con él? ¿Cómo partidos que se reivindican centristas podían entender que sólo se mirara a la derecha?
Rivera pensó que su jugada era la hegemonía de la derecha por la vía de la dureza nacional. Pero, precisamente, el liberalismo europeo es lo contrario: consiste en buscar la síntesis, en convertirse en puente, en observar el orden institucional, en el liberalismo económico y en enarbolar la bandera europea como símbolo superador en lugar de en el "a por ellos" con la rojigualda en la mano.
Pero no es el único que se reclamaba liberal que acabó devorado por la derecha en España. El liberalismo político como partido tras la Transición acabó subsumido en Alianza Popular y, después, en el PP: el Partido Liberal, de José Antonio Segurado y Esperanza Aguirre; y la Unión Liberal, de Pedro Schwartz. Tras la implosión de la UCD, Suárez intentó buscar el centro político y liberal con el CDS, que acabó siendo una caricatura tras la OPA de Mario Conde. O UPyD, cuya mayor líder, Rosa Díez, ha terminado haciendo campaña con el PP de Pablo Casado para el 10N; mientras su referente intelectual, Fernando Savater, lo hacía para Rivera.
¿Por qué no termina de prender una alternativa liberal en España a imagen y semajanza de las europeas? Porque Rivera, como Jack Sparrow, perdió la brújula –¿o se reencontró con ella?–; porque la plurinacionalidad del Estado hace que una alternativa a las bisagras históricas nacionalistas periféricas –PNV y CiU– difícilmente puede perdurar si es nacionalista españolista; porque el liberalismo europeo casa poco con el nacionalismo patrio; porque eso directamente te lleva al rincón derecho del tablero; porque si quieres presentarte ante la sociedad como regenerador, no puedes eternizar gobiernos autonómicos salpicados por la corrupción; y porque Franco ganó la Guerra Civil y el franquismo no fue derrotado, por lo que sigue habiendo rojos y azules. Y Rivera decidió que era buena idea apoyarse en los azules oscuros casi negros.