El filme era un proyecto con ciertas ambiciones. Contaba con un Bruce Willis que se acababa de redimir ante los dioses de Hollywood mediante su papel en Pulp fiction, posterior a algunos fracasos comerciales. La coprotagonista, Madeleine Stowe, era un rostro reconocible a raíz de su aparición en Revenge, Falsa seducción o El último mohicano. Y Brad Pitt era un talento emergente que en ese mismo 1995 ratificó su madurez gracias a su papel protagonista en Seven.
La inspiración del proyecto provenía de La jetée, un maravilloso cortometraje en forma de fotonovela audiovisual firmado por el realizador Chris Marker. David Webb Peoples, guionista de Blade runner y Sin perdón, y Janet Peoples revistieron algunos momentos emblemáticos del original con una trama más convencional de secuestro (y síndrome de Estocolmo extrañamente abierto al flirteo romántico) con ecos de Terminator. El realizador Terry Gilliam, miembro del grupo cómico Monty Python y director de obras como Los héroes del tiempo o El secreto de los hermanos Grimm, barnizó la historia con esa especie de apropiación pop de Kafka que ya había ensayado en su distopía Brazil.
El tema musical de Paul Buckmaster, inspirado en un tango de Astor Piazzola, acababa de enfatizar los aspectos más grotescos de una propuesta abierta al humor negro, a la imagen extraña. El cóctel de thriller fantástico más o menos convencional, narrativa de autor y marcianada gilliamesca estaba servido.
Doce monos transitaba un camino narrativo sugerente y agradecido para los aficionados a la fantasía: los viajes temporales y las paradojas que estos pueden generar. Además, nos presentaba un futuro posapocalíptico de tecnología de aspecto cutre, alejado de los limpios minimalismos de las distopías made in Ikea como Equals. También tenía un componente retrofuturista, con versiones extrañas de jeringuillas y demás instrumentos y tecnologías.
Gilliam y su equipo subrayaban esa atmósfera enrarecida con algunos y movimientos de cámara diseñados para causar incomodidad, especialmente durante las escenas de la doble reclusión de Cole en una prisión subterránea y en un hospital psiquiátrico. El héroe de la película está lejos del prototipo idealizado: en los dos tiempos cronológicos que suele transitar (más allá de alguna escapada por el frente de la I Guerra Mundial) es detenido, golpeado y maltratado. Cuando le presentan a la psiquiatra interpretada por Stowe, la estampa es absolutamente antiglamurosa: ha sido apalizado por la policía y está babeando por la acción de sustancias sedantes.
Cole, además, tiene ataques de ira y no controla los efectos de sus acciones violentas de autodefensa. Para alejarse todavía más del prototipo de héroe salvador, no quiere cambiar el curso de los acontecimientos. Desde su punto de vista, el genocidio ya tuvo lugar y solo busca una muestra del virus original para facilitar el hallazgo de una cura que haga más habitable ese siglo XXI posapocalíptico en el que vive.
En su reencuentro con la década de los noventa que vivió de niño, el protagonista siente una nostalgia especialmente comprensible. Al fin y al cabo, procede de un tiempo en el que la humanidad vive en el subsuelo, condicionada por un virus mortal y aparentemente gobernada por científicos peculiares. Con todo, el retrato del presente que plantea el filme no es muy halagüeño: violencia callejera, abundancia de personas sin hogar y pintorescos profetas del apocalipsis que podrían haberse escapado de Los caballeros de la mesa cuadrada. Eso sí: al menos no hay un virus mortalísimo y se puede respirar al aire libre.
No sería la primera ni la última vez que veríamos en las pantallas historias sobre ecologistas que llevan a cabo acciones que terminan siendo funestas. Voluntariamente o no, encajan con ciertos relatos del presente que menosprecian las advertencias ambientalistas por considerarlas irracionales e incluso peligrosas. En la posterior 28 días después, una de las películas corresponsables del auge de cine sobre zombis y epidemias del cambio de siglo, un grupo animalista libera una especie de virus de la rabia al entrar en un laboratorio donde se ejecutan experimentos con cobayas. La consiguiente catástrofe tiene lugar, por tanto, de manera accidental.
En Doce monos, la hecatombe es más pavorosa todavía porque es completamente voluntaria. En este aspecto, se asemeja a lo relatado en Inferno, la novela de Dan Brown y su adaptación fílmica protagonizada por Tom Hanks. El autor de El código Da Vinci ideó la figura de un científico que quiere salvar a la humanidad de sí misma… reduciendo drásticamente la población mediante un virus letal. Con una retórica de supervillano de cómic, y a la vez reminiscente de Ángela Merkel o cualquier otro partidario del austericidio y de las medidas difíciles, el doctor Zobrist afirmaba que "nada cambia el comportamiento como el dolor, y quizá el dolor pueda salvarnos".
Este antagonista tenía puntos de contacto con algunos supervillanos bondianos. El malvado de Moonraker, por ejemplo, perseguía una especie de utopía hiperelitista y ecofascista que remitía a la idea nazi de la raza maestra. Un gas nervioso diezmaría la población humana sin causar daños en la fauna o la flora, y el planeta sería repoblado con un grupo de personas seleccionadas genéticamente. El ecoterrorista de Doce monos, por su parte, no parecía muy preocupado por la sociedad del futuro. Sencillamente, optaba por preservar el planeta a través de la extinción de la población humana.
Aunque el filme fue recibido en su momento con una cierta polarización, ha acabado asentándose como un clásico del género fantástico, con Gilliam y su equipo aportando ideas visuales y escenográficas estimulantes (herederas, bastante a menudo, del original francés) al guion de los People. El resultado incluso acabó generando, veinte años después, una serie de televisión homónima que duró cuatro temporadas. La semilla creativa implantada por Marker en La jetée acabó transformándose en una producción del canal Syfy, templo del frikismo audiovisual y hogar de propuestas tan pintorescas como la saga Sharknado o Mandíbulas contra Anaconda.