En las pantallas de los cines multisalas de la época, de finales de los años ochenta y principios de los noventa, encontrábamos que Mel Gibson tenía como compañero a Danny Glover en Arma letal. Después de algunos desencajes, ambos personajes se llevaban bien y se reían y mataban mucho. Hollywood tenía entonces varios actores afroamericanos de gran éxito: los humoristas Eddie Murphy o Richard Pryor podían llegar a ser protagonistas de alguna película, y no solo limitarse a ejercer de graciosos compañeros del hombre de tez blanca.
A pesar de que unas pocas películas al año debía acogerse como una prueba más de igualdad, Lee seguía ejerciendo de Pepito Grillo. Insistente y molesto como el personaje de Pinocho, nos recordaba las muertes injustificables a manos de la policía o señalaba los racismos y malestares cruzados entre diversos sectores de la población.
El establishment representado por los gobiernos de Ronald Reagan y George H. Bush daba por concluido el ciclo de lucha por los derechos civiles que tuvo lugar en los años 60 y 70. La gente de orden parecía dispuesta a acompañar de forma paternalista hasta sus respectivas casas a aquellos ciudadanos que siguiesen preocupados por las discriminaciones, que se mostrasen dispuestos a implicarse en movilizaciones. Se suponía que no hacía falta salir a la calle, porque ya se había conseguido una igualdad efectiva de derechos. Y aún así, Lee insistía en hacer sonar una y otra vez durante su tercer largometraje profesional una canción que se convertiría en un himno: 'Fight The Power', de Public Enemy.
Dentro del marco discursivo de la época, nació una expresión todavía muy en uso: 'corrección política'. Una expresión estrechamente vinculada con el rechazo a políticas como la discriminación positiva, que pretendían revertir diferencias estructurales que desaparecían solo con los éxitos individuales que ejemplificaban el triunfo de la meritocracia. El establishment real parecía decir que ahora dominaban otros: los que defendían las cuotas, los que señalaban la persistencia de techos de cristal en el ascensor social, eran caracterizados como un poder supuestamente hegemónico y asfixiante. En algunos aspectos, la vida política y cultural parece mantenerse en estas extrañas coordenadas.
En verano de 1989, llegó a las carteleras 'Haz lo que debas'. Quizá la mejor película de Spike Lee hasta entonces, quizá la mejor película de Spike Lee de siempre, aunque eso sería muy discutible tras décadas de dedicación y propuestas muy diversas. En el mundo real, se acercaban las elecciones a la alcaldía de Nueva York (ganaría por primera y única vez un candidato afroamericano, pero, spoiler, eso tampoco supondría el fin del racismo). En la pantalla de cine, se mostraba un día estival de altísimas temperaturas en el barrio (o gueto) de Bedford-Stuyvesant. Un día demasiado soleado como para que no suceda nada drámatico.
Aunque Lee y su director de fotografía habitual (Ernest Dickerson) mostrasen ambiciones estéticas en su apuesta expresionista por los colores cálidos y por evidenciar los momentos de tensión a través de la narrativa visual, 'Haz lo que debas' parece sobre todo una obra de guion, de personajes que cuentan por sus palabras, por sus actos y, a veces, por su apariencia. Su elenco resulta peculiar, aunque Lee intentase huir de algunos tópicos (no atiende a los problemas de drogodependencia o tráfico de estupefacientes) y también contestar al pintoresquismo más desatado y bochornoso del cine blaxploitation poblado por personajes extremos hasta la caricatura, ya fuera por vestidos extremados o sexualidades desbordantes.
Dentro del relato coral, Mookie (interpretado por el mismo Lee) ejerce de hilo conductor, de columna vertebral. Es un repartidor de pizzas, un padre joven y escasamente comprometido, que parece destinar sus esfuerzos a trabajar lo menos posible. En la narración coral aparecen italoamericanos desaforadamente racistas, otros que no lo son... y otros que quizá no lo parecen pero sí lo son. Aparecen jóvenes que no hacen más que pasear por las calles con un gran radiocasette, jóvenes que llevan sus protestas políticas a la decoración de una pizzería, hombres que solo miran la vida pasar mientras permanecen sentados en sillas de camping...
'Haz lo que debas' es una comedia dramática que a ratos parece casi un cuento, pero un cuento para adultos. El resultado podía ser controvertido, pero en algunos puntos no estaba tan lejos de aquel Hollywood clásico de autores como Frank Capra, con ecos en el Hollywood spielberguiano, que nos mostraba comunidades que eran entrañables micromundos de personas que podían sufrir problemas y tener aristas, pero que eran fundamentalmente buenas, que estaban destinadas a superar las dificultades y a mirar el futuro con optimismo. El vecindario de Bedford-Stuyvesant, entonces un gueto y ahora un espacio gentrificado, era un lugar recorrido por la pobreza, la desidia, los discursos racistas y una violencia comunicativa casi omnipresente. Y, con todo, Lee no quiso ofrecer un drama tremendista: nos ofrece un recorrido con sus jóvenes más o menos simpáticos (aunque vagos), sus mayores bienintencionados (aunque sean alcohólicos) y sus espacios de reunión y comunión (aunque terminen incendiados).
En realidad, lo que destaca de la propuesta es que plantea una realidad adversativa. El gueto es un espacio duro, pero bonito, violento pero con treguas en la búsqueda de entendimiento. En 'Haz lo que debas', la realidad no tiene una cara, ni tampoco dos, sino una sucesión de contradicciones que podría alargarse hasta el infinito. Aunque un aspecto trascendental en el cine como es el desenlace de la historia principal, marca el talante amargo de la propuesta.
Si Hollywood nos suele exponer a una narrativa tranquilizadora que retrata problemas que se complican y se complican hasta que finalmente se solucionan, Lee sabotea esa lógica: el clímax de la película pasa precisamente por el hecho de que los problemas no se solucionan rápidamente. En cambio, hay una cosa que sí puede suceder con los problemas: que estallen de golpe.
Para el pirómano final de la película, Lee se inspiró en la historia real de una agresión racista que terminó con un chico negro muerto. "Howard Beach", gritan los personajes de la película en pleno estallido violento, en recuerdo del suceso. Lee, de nuevo Pepito Grillo, vuelve a incomodar con una escena de brutalidad policial con consecuencias letales. Y las calles arden, aunque sea brevemente, como un estallido de malestar controlado al estilo de esos ataques militares que se califican como quirúrgicos aunque no lo sean.
En el entorno controlado del cine, la violencia sí puede ser quirúrgica... o parecerlo. Unos cuantos ciudadanos liberan su rabia de manera puntual y sin grandes consecuencias, más allá de la quema de un local que reparará la aseguradora. Lee muestra (de manera ventajista, quizá) un estallido popular que apenas tiene consecuencias físicas (no hay muertos, no hay heridos), aunque sí tendrá efectos psicológicos y relacionales. La única violencia que perdurará intensamente será el homicido cometido por la policía.
En todo caso, Lee nos asalta con un último 'pero' que podría considerarse una interesante concesión a la lógica del final que no puede ser demasiado desolador. Las calles arden, sí, los problemas estallan de golpe, también, pero tras el estallido pueden emerger momentos que abren la posibilidad de un precario entendimiento que tendrá lugar en otro momento. Treinta años después, aún sobrevive la misma esperanza.