En cambio, Jenny fue la primera lectora de todas las obras de Marx y la primera en integrar la Liga de los Comunistas; una organizadora incansable de reuniones políticas e intelectuales; la que recibía a los refugiados y se trasladaba para recolectar fondos; quien transcribió por completo El Capital y una de las pocas que entendía la letra de su marido. No se salvó de las rejas ni de las privaciones materiales, producto de sus ideas. Un sastre socialista que la conoció aseguró que “rebosaba de entusiasmo por el movimiento obrero y el menor éxito alcanzado en la lucha contra la burguesía le encantaba”.
Dejó pocas obras propias (sí algunas críticas literarias y teatrales), pero, en general su figura es relegada por los historiadores. Para conocerla, hay que acudir a los testimonios de quienes la trataron, a su correspondencia y a los apuntes autobiográficos escritos en 1865 -reunidos bajo el título Breves escenas de una vida agitada-. Los años que pasó como asistente “en la diminuta habitación de Carlos” -más bien, como interlocutora activa de las nacientes ideas comunistas- representaron, en sus propias palabras, “los más felices de su vida”. Sin embargo, era consciente del trabajo invisible -productivo y reproductivo- que cargaba sobre su espalda.
“Es una pena que no haya perspectiva de conseguir una pensión tras mis largos años de labores secretariales”, le transmitió a Engels, en 1859. En 1871, luego de acoger a los exiliados que sobrevivieron a la Comuna de París (el primer gobierno obrero de la historia, derrotado a sangre y fuego) y entablar relación con varias de las mujeres que participaron de la experiencia, concluyó: “En todas estas luchas, nosotras, las mujeres, aguantamos siempre la parte más dura (…). Un hombre saca fuerzas de su lucha con el mundo exterior y se ve fortalecido ante la visión del enemigo (...). Nosotras nos quedamos en casa, zurciendo calcetines. (...) Hablo desde mis treinta años de experiencia”.
Con la ayuda financiera constante de Engels, Jenny se hizo cargo de un hogar donde lo único que sobraba era la escasez. Crio y vio morir a cuatro de sus siete hijos; aseguraba ingresos mediante viajes y pedidos a familiares, compañeros y amigos, sosteniendo económicamente a su familia durante los largos períodos de desempleo de su esposo. Y, además, estuvo en una segunda cocina: la de las bases del socialismo científico.
“Los aportes de esta mujer, con tan aguda inteligencia crítica, con tal tacto político, un personaje de tanta energía y pasión, con tanta dedicación a sus compañeros de lucha, su contribución al movimiento durante casi cuarenta años, no es de público conocimiento; no está inscrito en los anales de la prensa contemporánea. Es algo que uno debe haber experimentado de primera mano”, sintetizó Engels durante su funeral, en 1881. La iniciadora de una larga línea de militantes marxistas tenía 67 años y había sufrido un cáncer hepático fulminante.
De baronesa a proletariada
Jenny nació hace 207 años, el 12 de febrero de 1814, en el seno de una familia aristocrática prusiana: sus padres eran un barón y una baronesa; su abuelo paterno había ejercido como jefe de Gabinete de facto de Fernando de Brunswick y su abuela paterna era una noble escocesa emparentada con la casa Estuardo.
En los altos círculos sociales de su ciudad, se referían a la joven como “la reina de los bailes de Tréveris”. Sin embargo, desde temprana edad mostró interés por el romanticismo alemán, el socialismo francés y simpatizó con la “fiesta de Hambach”, una manifestación de 1832 en la que estudiantes, liberales, intelectuales y campesinos proclamaron la unidad de Alemania. Conoció a Carlos Marx -un vecino cuatro años menor que ella- en su adolescencia y con él compartió largas charlas sobre filosofía y literatura inglesa, dos campos en los que se interiorizó.
El intenso noviazgo -así como el tono barroco de ambos- quedó registrado en las misivas que se enviaban: “Se apodera de mí un sentimiento tan raro cuando pienso en vos y no creo que sea en momentos aislados u ocasiones especiales; no, toda mi vida y mi ser no son más que un gran pensamiento en torno tuyo”, redactó ella en 1839. Su pretendiente no estaba estabilizado económicamente ni tenía títulos nobiliarios, lo cual era socialmente inaceptable en la época, pero no le importó.
El sentimiento no impedía que la joven marcara, con la ironía que la caracterizaba, lo que le molestaba. Luego de que Marx se recibiera como doctor en Filosofía a los 23 años, con una tesis sobre Demócrito y Epicuro, ella le escribió lo que puede ser leído como un reproche por la falta de reconocimiento a sus contribuciones: “Qué contenta estoy de que estés feliz, de que mi carta te haya alegrado (…) y de que estés tomando champaña en Colonia y que haya clubs hegelianos. Pero, a pesar de todo eso, hay algo que falta: Podrías haber reconocido un poco mis conocimientos del griego y dedicado unas líneas laudatorias a mi erudición. Pero es típico de ustedes, caballeros hegelianos, no reconocen nada, aunque sea de excelencia, si no concuerda exactamente con su punto de vista, así que debo ser modesta y descansar en mis propios laureles”.
La pareja se casó en 1843 y pronto se mudó a París, donde conocerían a Federico Engels. “Mi padre se casó con su amiga y camarada”, recordaría Eleanor, una de sus hijas. Carlos tenía 25 y Jenny había cumplido 29. Ni en su luna de miel la política y el debate salieron de escena: fue entonces cuando él terminó su libro La cuestión judía.
En 1844, mientras su esposo estaba en Francia y la recién casada permanecía en Tréveris con su recién nacida (cariñosamente apodada Jennychen), observó con emoción una revuelta de trabajadores por el franco dominical y la jornada de 12 horas. “Están presentes aquí todos los gérmenes de la revolución social”, le hizo saber a su marido, en un mensaje que luego fue publicado por un periódico parisino. Desde la distancia, lo impulsaba a escribir cuando sus ánimos decaían: “Deja que la pluma pase por el papel, aunque en ocasiones tropiece y caiga (…). Tus pensamientos, de todos modos, se mantienen erguidos, (…) tan honorables y valientes”. Ese año, Marx completó nada menos que Los Manuscritos económico-filosóficos y la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, dos hitos de su legado.
Desde 1846, Jenny no solo se ocupaba de la familia, sino que era activista: en la Liga de los Justos como primer miembro, en la Unión de Trabajadores Alemanes y como parte del Comité de Correspondencia comunista. Se mudó brevemente a París junto a su amado, de donde fueron expulsados. Llegaron a Bruselas y vivieron allí igual que en la capital francesa: rodeados de miseria y deudas. Pronto llegaría un nuevo destierro. Marx fue acusado por el gobierno belga de conspiración e intriga. Jenny sufrió un breve encarcelamiento y fue sometida a un interrogatorio de dos horas. Orgullosa, contaba que “poco pudieron sonsacarle”.
Durante la llamada “Primavera de los pueblos” de 1848, la familia Marx apeló al gobierno provisional de Francia para que revocara su vieja orden de expulsión. “París estaba ahora completamente abierta a nosotros, ¿y dónde podríamos sentirnos más tranquilos que bajo el sol de la naciente revolución? ¡Teníamos que ir sin dudarlo!”, anotó Jenny en sus memorias. Para poder viajar, vendió y empeñó hasta lo que no tenía. Tras un breve período, Carlos fue detenido y deportado a Inglaterra (donde Jenny y sus hijos lo reencontrarían tiempo después). Desde allí, publicó uno de los textos más leídos de la historia: el Manifiesto comunista, encargado por el II Congreso de la Liga Comunista. Jenny tuvo un rol activo en las discusiones de contenido.
En sus Breves escenas…, Jenny detalla vaivenes cotidianos, pero deja lugar para el análisis sobre la política europea y las perspectivas para el movimiento comunista: “La revolución húngara, la insurrección de Baden, el levantamiento italiano, todos fallaron. (...). La burguesía respiraba aliviada, el pequeñoburgués volvía a su negocio y los pequeños filisteos liberales cerraban los puños dentro de los bolsillos, los obreros fueron acosados y perseguidos, y los hombres que lucharon con espada y pluma por el reino de los pobres y oprimidos se contentaban con poder ganarse el pan en el extranjero”, resumía tras la derrota de la oleada revolucionaria de 1848.
En uno de los traslados de Jenny para conseguir dinero, Marx embarazó a Helene Demuth, amiga de la familia y su ama de llaves. “A principios del verano de 1851, tuvo lugar un acontecimiento del que no voy a hablar, aunque hizo que aumentaran sensiblemente nuestras preocupaciones privadas y públicas”, anotó Jenny. Quizás su hija Eleanor, quien quedó a cargo de sus papeles, ocultó algunas páginas. El hijo fue reconocido por Engels y criado por otra familia: las descendientes de Marx conocerían la verdad recién en el lecho de muerte del amigo de su padre.
Como si fuera poco, el periplo había sido infructuoso: Jenny se había dirigido a Holanda a pedir dinero a un tío de Carlos, quien estaba enojado “debido a los efectos desfavorables que la revolución había tenido sobre sus negocios y los de sus hijos”. “Se negó a ayudarme, pero, cuando me iba, me puso en la mano un regalo para mi hijo más pequeño y vi que le dolía no poder darme más. (…) Volví a casa afligida”, recordaría.
Lo que más padeció, según consignó en su diario, fueron las afecciones y muertes de cuatro de sus siete hijos. El primero falleció en 1850. “Mi pena era enorme. Fue el primer hijo que perdí. No podía imaginar entonces qué otras tristezas me esperaban, que harían que todas las demás parecieran nimias”, escribió al respecto. Luego llegaría el turno de Franziska. Nuevamente, el relato personal y político se fundían en uno. “Al final de 1851, Luis Napoleón llevó a cabo su coup d'état y la primavera siguiente Carlos terminó El 18 brumario (...). Escribió el libro en nuestro pequeño apartamento de Dean Street, entre el ruido de los niños y la agitación del hogar. En marzo, terminé de copiar el manuscrito y fue enviado, pero no apareció impreso hasta mucho después y no supuso ningún ingreso. En la Semana Santa de 1852, nuestra pobrecita Franziska contrajo una bronquitis grave. Durante casi tres días la pobre niña luchó contra la muerte. (…) Hicimos nuestras camas sobre el suelo y los tres niños con vida se acostaron junto a nosotros, y todos lloramos por el angelito que yacía fría y exánime al lado”. Un emigrado francés les prestó plata para el ataúd. La beba, de un año, ni siquiera había tenido una cuna.
En 1855, con solo ocho añitos, cayó Edgard, su consentido. “Disfrutamos de nuestras primeras navidades felices desde que llegamos a Londres. El contacto de Carlos con el Tribune [un diario que lo había contratado] puso fin a nuestras necesidades urgentes y diarias. (...) Una semana después, nuestro querido Edgar mostró los primeros síntomas de una enfermedad incurable que se lo llevaría de nuestro lado un año más tarde. Si hubiéramos podido salir de aquel apartamento pequeño e insalubre y llevar al niño a la costa quizás podríamos haberlo salvado”. El último, feneció dos años más tarde. No llegaron a ponerle nombre. “Solo vivió lo suficiente para respirar un poco y después fue a reunirse con sus otros tres hermanos y hermanas muertos”, se lamentaría Jenny. También hablaba de “las cadenas y ligaduras con las que el carnicero, el panadero, el lechero, el verdulero y el vendedor de té” tenían atada a la pareja y sus tres hijas sobrevivientes: Jenny, Laura y Eleanor.
1860 encontró a Jenny enferma, pero tan militante como siempre. Nunca dejó de intercambiar ideas con su marido. “En aquel momento yo yacía a punto de morirme de viruela y me acababa de recuperar lo suficiente de una terrible enfermedad para devorar este libro, Herr Vogt, con los ojos medio ciegos”, asentó en Breves escenas… El texto estaba dedicado al científico alemán Carl Vogt, quien había calumniado a Marx, acusándolo de chantaje y espionaje.
Además, intervino en el debate entre los comunistas y otro importante referente del socialismo europeo: Lasalle. Las críticas de Jenny resultaron tan sardónicas como -el tiempo demostraría- acertadas. “En julio de 1862, Ferdinand Lassalle vino a visitarnos. El peso de la fama que había conseguido como académico, pensador, poeta y político, casi le había aplastado. La corona de laureles lucía fresca sobre su frente olímpica (...). Regresó a Berlín y allí (…) eligió tomar un camino aún no explorado: se convirtió en Mesías de los obreros. (...) Este movimiento demostró ser especialmente agradable para el gobierno en su política (...) y, por tanto, fue favorecido en silencio e indirectamente subvencionado”. Sin vacilar, acusó a Lasalle de robarse las doctrinas marxistas, con añadidos abiertamente reaccionarios. Como sería probado luego de su muerte, Lasalle -quien difería con Marx respecto a la caracterización del Estado y los objetivos del movimiento socialista- había realizado acuerdos secretos con el entonces primer ministro de Prusia Otto von Bismarck.
Sin dudas, uno de los trabajos más importantes en la vida de Jenny fue transcribir y ayudar a ordenar El Capital, cuyo primer volumen fue publicado en 1867. En una carta a Ludwig Kugelmann, abogado amigo de la familia y difusor de sus ideas en Alemania, se quejó de la escasa recepción que -sintió- había recibido el tratado, al que en ocasiones anteriores se había referido como un verdadero “Leviatán”, por el tiempo, energía y discusiones que les había insumido a ella y a su esposo.
“Pocos libros se han escrito en circunstancias más dificultosas y estoy segura de que podría escribir una historia secreta que reflejaría problemas extremos no conocidos, ansiedades y tormentos. Si los trabajadores supieran de los muchos sacrificios necesarios para este trabajo, escrito solo para ellos, por ahí mostrarían un poco más de interés”. El enojo nubló la realidad: aquella disección única del modo de producción capitalista permanece como una de las obras teóricas, económicas y políticas más importantes de la contemporaneidad. En pleno siglo XXI, importantes académicos y corrientes militantes utilizan y actualizan sus enseñanzas.
Chica de oro
En 1871, un periodista del New York World entrevistó a Carlos Marx y encontró en él a “la más formidable conjunción de fuerzas: un soñador que piensa, un pensador que sueña”. La Historia mantiene una deuda con otra conjunción: la que existió entre Marx y Jenny; aquella que generó las condiciones para la unidad entre sueño y pensamiento, y la posibilidad de su traducción en palabra y movimiento político.
A lo largo de la enfermedad de su esposa (que coincidió con el agravamiento de sus propias dolencias), Marx no estuvo inactivo. Escribió sus “apuntes etnológicos” (donde revisó críticamente obras como la de Lewis Henry Morgan) y profundizó sus estudios sobre el Estado, desde la Roma antigua hasta la Modernidad. Aun así, los intercambios epistolares con sus hijas, amigos y camaradas demuestran el golpe que había sufrido: las discusiones estratégicas y el análisis de la coyuntura seguían presentes, pero de forma mucho más acotada que en años anteriores; siempre interrumpidos por referencias a la salud de su compañera y a su propio rol, el cual definía como de garde malade (o cuidador).
Durante los meses que precedieron a la muerte de Jenny, con mucha dificultad física y económica, la pareja realizó una serie de viajes: primero a la costa inglesa y luego a Argenteuil, donde se encontró con su hija Jennychen y sus nietos. Tras el regreso a Londres, Marx sufrió un ataque de bronquitis complicado por una pleuresía, por lo cual -según detallaba en un mensaje a Nikolai Danielson- permaneció tres de las últimas seis semanas de vida de su cónyuge en una habitación contigua, casi sin poder verla. Los doctores no le permitieron asistir al funeral que, respetando el deseo de Jenny, se condujo sin pompa, en el cementerio de Highgate, unos días después de su fallecimiento, ocurrido el 2 de diciembre de 1881.
El 17 de diciembre, Marx le escribió a una de sus hijas que había recibido muestras de condolencia “de cerca y de lejos, de gente de tan variadas nacionalidades, [y] profesiones”, que escapaban a cualquier tributo convencional. “Atribuyo esto al hecho de que todo en ella era natural y genuino (…). Por lo tanto, la impresión que causaba en otros era de una lucidez vívida”, razonaba. Wilhem Liebknecht -un destacado dirigente socialista- confesó que, sin ella, habría sucumbido a las miserias del exilio.
Paul Lafargue, yerno de los Marx y autor de la famosa obra El derecho a la pereza, aseguró que “el amor de Marx por su mujer era profundo e íntimo” y que “su alegría, su bondad y dedicación habían aligerado para él las dificultades necesariamente resultantes de su accidentada vida como socialista revolucionario”.
En 1882, Marx le escribió a Engels: “Por cierto, sabes que pocas personas son más reacias al patetismo demostrativo; aun así, sería una mentira [no] confesar que mi pensamiento fue absorbido en gran parte por el recuerdo de mi esposa, ¡una parte tan importante de la mejor parte de la vida!”. Solo la segunda parte de la frase es cierta. En una de sus tantas cartas, en 1865, había expresado a su esposa: “La multiplicidad en la que nos enredan el estudio y la educación moderna, y el escepticismo que necesariamente nos hace criticar todas las impresiones subjetivas y objetivas, todo eso está enteramente diseñado para hacernos a todos pequeños, débiles y llorones. Pero el amor, (…) no por el metabolismo, no por el proletariado, sino el amor por el ser amado y particularmente por ti, hace que un hombre vuelva a ser hombre”.
¿Era el amor más fuerte que el entusiasmo por la lucha obrera? En realidad, es imposible separar al Marx romántico del político: la alianza con Jenny era un puente entre ambas facetas. Cuando él murió, el 14 de marzo de 1883, golpeado por el deceso de su esposa y de Jennychen (en enero de ese año), su prioridad seguía siendo la revolución. Pero si fuera cierto que la vida de las personas pasa por sus ojos antes del último suspiro, seguramente recordó los debates con Jenny en torno a La Sagrada Familia, El Capital o la I Internacional; sus largas caminatas por Tréveris, cuando eran dos jóvenes que perseguían la revolución como un deseo pasional, pero todavía abstracto.
Las ideas marxistas resisten al tiempo. Se vislumbran cuando un grupo de trabajadores o trabajadoras se organizan para pelear por mayores derechos; se confirman con las sucesivas crisis del capitalismo; y toman fuerza cada vez que alguien, en algún lugar del mundo, abraza la causa revolucionaria. Se intuyen, incluso, en pequeños gestos. Cuando una joven camina por la calle Corrientes, buscando una edición del Manifiesto Comunista, mientras escucha a la banda Él mató a un policía motorizado y tararea “algún día, Jenny, todo lo que ves será nuestro”.
JB