A través de sus más de 400 páginas, escritas desde Bilbao durante el confinamiento, el cineasta y escritor relata su propia vivencia –"esto no es un ensayo intelectual ni un manual psiquiátrico ni una fábula de autoayuda", advierte– mientras abre a los lectores las puertas de una clínica de desintoxicación y desmonta capítulo a capítulo los prejuicios alrededor de esta enfermedad, de los que él mismo tuvo que desprenderse.
¿Le ha costado revivir aquellos meses para escribir este libro?
Hay dos partes muy concretas: el primer capítulo, donde narro todo el proceso hasta que me convierto en toxicómano, y la parte central del libro, en la que hablo de mi familia. La parte de la clínica no me ha costado porque todo lo que yo viví allí es un antes y un después clarísimo en mi vida. Aunque suene un poco cursi, la clínica es el comienzo del viaje hacia la luz. Todo lo doloroso y frustrante que experimenté lo tengo asociado a un camino de reconstrucción que no me trajo más que cosas positivas.
En ese primer capítulo explica que no consumía diariamente y que eso le hacía considerarse menos adicto.
Jamás consumí diariamente y tenía la capacidad de dejar de beber. Como no hablamos abiertamente de la toxicomanía, carecemos de herramientas para identificarla. Yo llego a comprender la toxicomanía y, como consecuencia, a entenderme a mí mismo y a mi enfermedad, cuando me ingreso en una clínica de desintoxicación. En ese descenso a los infiernos nadie me señala que tengo un problema ni que me estoy convirtiendo en un adicto. Se me dice que tengo mal beber, que me sienta mal el alcohol o que se me va la pinza. Al ser un tema tabú, se desarrollan una serie de prejuicios y se convierte en un arma arrojadiza. A no ser que seas una persona que se mete cuatro litros de vodka al día o se levanta bebiendo coñac, no identificas a esa persona con el alcoholismo, aunque el mundo está lleno de alcohólicos como yo, que ni beben todos los días ni necesitan alcohol para vivir. La enfermedad de la adicción tiene muchas caras: yo llevo integrado el radar yonqui e identifico a kilómetros de distancia los problemas de consumo. Vivimos rodeados de muchísima más adicción de la que somos capaces de reconocer.
El Javier del pasado repetía varias veces esa idea de que usted y sus compañeros tenían "lo que se merecen". ¿Es la adicción la única enfermedad que socialmente se juzga como merecida?
Hemos construido una sociedad donde hay enfermedades de primera, de segunda, enfermedades respetables, enfermedades que se sufren y enfermedades que se buscan. Estoy harto de escuchar que si es yonqui es porque quiere, que algo habrá hecho. Es el mismo estigma que cuando aparece la epidemia de VIH. Compáralo con un enfermo de cáncer. Uno es "pobre, pobre, pobre" y otro es "qué ha hecho para...". En el caso de la toxicomanía es exactamente igual. Pero voy más allá: hace dos semanas Errejón habla de salud mental en el Congreso y desde la otra bancada un energúmeno le grita "vete al médico". Si estuviera hablando de fracturas óseas y del traumatólogo no habríamos escuchado esa frase. Evidentemente, en esta sociedad hay estigmas y enfermedades de las que no se habla. Ocurre alrededor del suicidio, de las enfermedades de salud mental y también de las adicciones.
Hace referencia a una dimensión socioeconómica de la adicción que hace estragos en la clase obrera. No es la idea con la que llegó a la clínica.
Entré en la clínica pensando que aquello era patrimonio del mundo del espectáculo, de rockeros, hippies y millonarios y que me iba a encontrar con gente 'súper chachipiruli'. Al llegar allí veo que ninguno de mis compañeros, ninguno, tiene nada que ver con ese mundo. ¿Por qué nadie habla de los pediatras, de los mecánicos, de los obreros? Por primera vez, he empezado a oír a hablar sobre eso en una adicción muy concreta, que es la ludopatía, y los estragos que está causando en los jóvenes de los barrios de clase obrera, que dilapidan absolutamente el dinero de toda su familia, porque están viviendo realidades tan precarias, sufrientes y faltas de futuro que la única escapatoria que tienen es esa. Yo pensaba que la adicción era esta cosa romántica de la autodestrucción y descubro que es una enfermedad absolutamente transversal, que no entiende de clases, de razas, de orientaciones sexuales... Es global.
Dice que le resultaba perturbador que su familia estuviese pagando enormes cantidades de dinero para que usted lograse sanar, mientras una entidad se beneficiaba de su enfermedad. La adicción no entiende de clases pero, ¿lo hace la recuperación?
Me consta que hay recursos públicos y conozco a gente que con esos recursos públicos ha logrado salir de la adicción. Eso es innegable. Me consta que a nivel público se intenta hacer todo lo posible con los medios disponibles. ¿Es suficiente? Yo creo que no. Por ejemplo, ahora estamos atravesando una situación global que está creando muchísimos problemas de salud mental y trastornos de todo tipo. Si tú pides cita en la Seguridad Social, te pueden ver cada tres meses, que es como si no te recibieran, porque no hay suficientes psicólogos para atender a toda la población. Si tú extrapolas eso a una toxicomanía, tampoco hay recursos suficientes. Cuando una persona ingresa en una clínica de desintoxicación, no lo hace porque quiere, es un acto desesperado de supervivencia que no puede esperar.
También conozco casos de personas que se han tenido que hipotecar no sé cuántas veces para poder pagar ese tratamiento. Y soy consciente de que haber ingresando en una clínica privada fomenta esa estructura. Mi gran problema es el precio desorbitado, porque desintoxicarse es muy caro. Yo provengo de una familia de clase media y, por suerte, mis padres tenían ahorros para pagar el tratamiento. Eso me salvó.
En el libro se refiere al sexo como una de las argollas de esa cadena de autodestrucción a la que estaba atado. ¿Cómo llegó a ese punto y cómo ha reconstruido una sexualidad a partir de ahí?
Normalmente en el toxicómano encontramos adicciones primarias y adicciones secundarias, por así decirlo. En mi caso, y en el de muchos otros, el sexo entra en esa ecuación. ¿Yo me noqueaba para tener sexo o tenía sexo para noquearme? Eso es una especie de círculo vicioso que no tiene principio ni fin. No te sabría decir exactamente cómo se reaprende pero lo primero es identificar que la forma en la que yo me vinculaba sexualmente tenía muchísimo más que ver con la pulsión de muerte que con la de vida. El sexo tiene una importancia vital, pero yo lo utilizaba de manera nociva. Lo que empezó siendo una herramienta de validación, para llenar vacíos, se terminó convirtiendo en una herramienta de autocastigo. Después de darme cuenta de eso tuve que aprender muy poco a poco a reconectar con el sexo y entender que no hay nada malo en sentir placer.
En ese camino descubro que muchas de las cosas que hacía bajo los efectos del alcohol, de las drogas y del sexo compulsivo no quería hacerlas. Yo estoy a favor de una sexualidad completamente libre, constructiva, que implique el número de gente que implique y con los fetiches que cada uno tenga. Si tu fetiche es acostarte con 25 hombres en un fin de semana, no tengo nada que decir: llama a la puerta sobrio y hazlo, pero si para hacerlo necesitas drogarte con todo lo que pillas y llegar al acto sexual con los ojos en blanco o en un estado lamentable ya no estamos hablando de placer. Es importante diferenciar eso, porque si no lo hacemos abrimos la puerta a una ruleta rusa en la que terminas siendo un adicto, como me ocurrió a mí.
Describe lo que unos años después ha venido a llamarse chemsex –mantener relaciones sexuales en grupo mientras se consumen drogas–. ¿Se habla de ello de una manera frívola?
Se habla del chemsex de una manera estigmatizadora hacia la comunidad LGTBI. El chemsex no es patrimonio de la comunidad LGTBI. ¿Es un problema enorme? Sí. ¿Solo ocurre con homosexuales? No. Sigue habiendo orgías heterosexuales llenas de prostitución y de drogas, que son lo mismo pero no se le llama así.
En su caso, habla también de una homofobia interiorizada. ¿Cree que su orientación sexual afectó de alguna forma a su proceso?
Mi orientación sexual, como cualquier aspecto de mi vida, es parte de la sopa donde se cocina todo lo que ocurre. El toxicómano siente un enorme rechazo hacía si mismo y tiene tantos problemas para aceptarse que, literalmente, se autodestruye. Cuando tú creces en una sociedad donde el objetivo a lograr es esa idea de masculinidad hegemónica, donde tienes que ser todopoderoso, no puedes pedir ayuda y tienes que ser un macho alfa, se provocan unas consecuencias devastadoras para el autoestima de una persona homosexual. Yo crecí en una sociedad donde todavía éramos enfermos. ¿Ser homosexual me convirtió en toxicómano? No, no es tan sencillo y hay mil razones, pero eso no quiere decir que yo no acarree muchas heridas de esa homofobia que había interiorizado de la televisión, de lo que escuchas en un bar, de lo que te dicen... Sentir que no eres suficiente y que te pasa algo raro porque te atraen personas de tu mismo sexo es parte del caldo de cultivo.
¿Cómo es ser adicto al alcohol en un país en el que "te vas de cañas", existe "la hora del vermú", y en cualquier restaurante te ofrecen "un chupito, que invita la casa"?
Por momentos es extrañísimo, como si fueras un alien. Uno de los grandes aprendizajes que hice en la desintoxicación es que, pase lo que pase, el enemigo no está fuera. Terminas aceptando la realidad: ni el alcohol ni las drogas van a desaparecer jamás, porque forman parte de la vida. No hay una fórmula mágica, tiras para adelante. A mí no me vas a encontrar a las cinco de la mañana rodeado de gente que se esté drogando porque ya no tengo nada que ver con eso. Me he convertido en una viejita inglesa, pero es que todo lo positivo que obtengo elimina lo otro. Por momentos sí se me quedan los ojos como platos ante ciertas actitudes, pero eso no hace que vaya por la vida diciéndole a la gente que no se drogue, que es malo. Esa frase no sirve para nada. Yo jamás me drogué pensando que era bueno. Sirve educar, hablar con rigor, explicar y visibilizar.