Los tres hermanos protagonizan La tiranía de las moscas, brillante y feroz novela escrita por Elaine Vilar Madruga, que acaba de publicar la Editorial Barrett. Un libro que forma parte de un experimento editorial que no cesa de dar alegrías tras el éxito de Panza de burro, de Andrea Abreu, editado por Sabina Urraca. La idea es la siguiente: una vez al año, esta editorial sevillana deja que un escritor o escritora ya reconocido les proponga la publicación de un libro inédito. Hasta ahora han participado Sara Mesa editando Treinta y seis metros, de Santiago Ambao y Patricio Pron con Madrid es una mierda, de Martín Rejtman, además de la dupla Abreu-Urraca, responsable de una de las más gratas sorpresas editoriales de 2020. A Vilar Madruga la edita nada menos que Cristina Morales, Premio Herralde y Premio Nacional de Narrativa por Lectura fácil (Anagrama, 2018).
Elaine Vilar Madruga es una narradora, poeta y dramaturga cubana con varios premios nacionales e internacionales en su haber, aunque su nombre no sea —lo será— especialmente conocido en España. Aquí, si se busca bien, podemos encontrar en algunas librerías títulos suyos como Los años del silencio (Dilatando Mentes, 2019) o La hembra alfa (Guantanamera, 2017). Con todo, La tiranía de las moscas es, probablemente, su mejor libro: una novela ambiciosa con un abrumador y preciso control del lenguaje del fantástico y el terror. Un texto dotado de un lirismo que no embellece, ni disimula, la rabia latente en su prosa. Un descenso a los infiernos de una 'familia' —por llamarlo de algún modo—, que vive aterrorizada por la figura de un padre militar que cree que puede educar a sus hijos en el terror, como una dictadura controla a sus siervos.
¿Cómo nace La tiranía de las moscas? ¿Cómo fue trabajar con Cristina Morales en la edición?
Cuando hablé con Cristina Morales por primera vez acerca de la posibilidad de ser publicada por Barrett en la colección “Editor/a por un libro”, ya Casandra estaba viva y me latía cerquita (o, mejor dicho, me zumbaba). Ya con Cristina a bordo fue que nació La tiranía de las moscas como novela, más allá de esa cancioncita iniciática y turbulenta que Casandra me llevaba rumiando en la mente aquellos primeros meses. Fue entonces que salieron a la luz Calia y sus pinceles, Caleb y sus animales kamikazes, mamá sin orgasmos y papá tartamudo con/sin medallas, el Abuelo Bigotes y sus muñequitas para "niñas buenas, educaditas y de su casa". El proceso de trabajo fue hermosísimo y muy rápido, cuestión de dos meses para escribirlo todo como en estado de gracia, y en estado también de rabia y de grito, de aullido y de zumbido, un estado muy revolucionario, por decirlo de alguna manera.
Trabajar con Cristina —puedo decir lo mismo del equipo de Barrett y de Manuel Marsol— fue espectacular. A Cristina la conocí en La Habana, en medio de un calor muy tropical lleno de salitre y de mosquitas, y desde el primer momento en que la vi, allá por el aeropuerto de la capital, nos sentimos muy cómodas una con la otra. Ese sentimiento de comodidad —que es igual o muy parecido al de la complicidad que se gesta entre los creadores— ha continuado fluyendo antes, durante y después del trabajo editorial y de sus visiones sobre La tiranía de las moscas. Cristina es una maquinaria, una explosión, es como Hipatia de Alejandría, pero en formato escritora.
En la obra de la misma Morales podemos observar una reivindicación militante de lo diferente, erróneamente atribuido a la 'discapacidad' o la 'desviación', que también encontramos en Casandra, Caleb y Calia. ¿Cree que los personajes que habitan las historias de ambas dialogan o se influencian, de alguna forma?
A ambas nos interesan los rebeldes, los anti todo, la gente que rompe muros con la cabeza, la gente con la cabeza y los pies en las nubes, los que no se amoldan a la cajita cerrada de una sociedad, un estado, una política, un cuerpo, una norma, una concepción sacra, una concepción profana o, simplemente, una familia. Las dos militamos en esas filas. Y si nuestros personajes pudieran conocerse, creo yo, también se sentirían muy cómodos los unos con los otros, y probablemente bailarían juntos, escribirían manuscritos de 'lectura fácil' o se sentarían a dibujar culos hiperrealistas de monos, pelitos de trompas de elefantes y alas de mariposa [Como hace el personaje de Calia en su novela].
Los personajes de la familia protagonista de La tiranía de las moscas abundan en filias particulares. La madre, por ejemplo, parece sufrir cierta altocalcifilia (la filia por los tacones altos) o Casandra, que se enamora de un puente y el óxido que este respira. ¿Buscan todas ellas el respaldo de un tipo de afecto que no encuentran en la familia 'tradicional' y heteropatriarcal?
Mis personajes buscan ser ellos mismos. A ellos no les importan las cajitas bonitas que la sociedad y el estado han construido (nos han construido) para que quepan/quepamos todos adentro, apiñados como insectos y con una sensación apabullante de solemnidad, soledad o rareza.
Claro, las filias dan vueltas por ahí en el tejido de la historia y se van imbricando en la raíz de esta familia, y de alguna forma dan algo de sostén a los personajes que buscan, primero que amor, quiénes son en una sociedad donde lo individual y lo diferente es la confrontación de lo colectivo y lo homogéneo. Entonces, cuando no te calza bien un número de zapato, te quedan dos opciones: o aprietas bien los pies, te salen ampollas y los pies se te revientan, o caminas descalzo.
A medida que la novela avanza, se filtra en la prosa un aliento fantástico y propio de la literatura de terror. ¿Jugar con la mezcla de géneros y lenguajes fue siempre un objetivo de La tiranía de las moscas?
Sí, fue un ejercicio consciente y un juego oscuro. Lo híbrido —que es impuro y lúbrico, mestizo— está en la médula de mi escritura. La literatura intenta fotografiar el mundo interior de quien lo escribe y el mundo exterior que el creador visualiza. Yo he vivido lo kafkiano, lo absurdo, la distopía utópica, la utopía distópica, y esas vivencias te hacen reinventarte todos los días como escritora, primero desde el lenguaje, desde el discurso, desde la imagen, desde la construcción o la recreación de un espacio, y luego hacia esa hibridez que mencionas y que, yo repito, no nace de la nada, sino del país simbólico y real que cada uno de nosotros habita.
Siguiendo con la anterior pregunta, uno puede pensar en Cementerio de animales de Stephen King, pero también en otros autores y autoras como Shirley Jackson y Siempre hemos vivido en un castillo o Mariana Enríquez y su habilidad para el terror cotidiano. ¿Qué referentes ha manejado para elaborar La tiranía de las moscas?
Cuando escribo, no pienso mucho en referentes. Eso no significa que no existan, ¿vale?, están ahí, agazapados en mi palacio personal de la memoria. El asunto es que si, cuando empiezas a escribir, piensas más en el referente que en tu historia, entonces sucede que algo te aplasta y algo te convierte —o convierte a tu creación—en un homenaje a alguien más, en el mejor de los casos.
Ahora, ya después que ha finalizado el proceso, que la novela existe, entonces puedo decirte que por ahí zumban las voces de Samanta Schweblin, de William Golding y de Salinger. Creo que los tres manejan bien ese terror cotidiano que mencionas, esa transición del espacio real a un espacio híbrido, sucio y mutante. Es en esa mutabilidad, en esa nube que habitan mis propios personajes, que quise dibujar a mis moscas y sus tiranías. Esa nube que no es pasiva, sino rebelde, y en ocasiones turbia, donde la política de los cuerpos intenta imponerse sobre diversas formas de control y sometimiento.
Pensando en la misma Mariana Enríquez, pero también en escritoras como Pilar Quintana, que acaba de ganar el Premio Alfaguara con Los abismos, o Fernanda Melchor y el éxito de Temporada de huracanes: ¿Cree que vivimos un momento de cierto auge de las voces de autoras latinoamericanas?
Me preocupan los momentos de auge, porque siempre van antecedidos —y luego precedidos— por momentos de inopia y de silencio. Hoy nos interesa esto, qué exótico, qué manera de discursar, y mañana todo eso ha dejado de tener sentido. Los momentos de auge son pequeñas ventanitas donde pocos logran asomarse. Ahora Latinoamérica y nosotras, sus mujeres escritoras, hemos logrado alcanzar una ventana. Existíamos antes, sí, y escribíamos antes, pero al parecer en otra dimensión. Faltaba la ventana. La ventana es importante.
Ojalá se quede abierta por buen tiempo y permita que otras voces puedan asomarse y gritar. Que sean voces de mujeres, por favor, para que además de contar sobre nuestros cuerpos y nuestras realidades como latinoamericanas, podamos también hablarles de nuestras matrias, catapultadas y luego sometidas bajo siglos de heteropatriarcado. Bajo los monumentos a una Historia congelada en el tiempo y el espacio, y así podamos empezar a quitarnos el gris de la mordaza. Son los lectores —en todas las fronteras del mundo— quienes pueden ayudar no solo a que la ventana permanezca abierta, sino a convertirla en puerta y más tarde en un puente.