Es lo que ocurrió hace unos años con el Oscar de Renée Zellweger, una actriz a la que la industria dio la espalda y convirtió en motivo de mofa por sus operaciones estéticas. Unas operaciones provocadas por la exigencia física y los cánones impuestos por esa misma industria. Hollywood no pidió perdón de forma explícita, pero le dio su segundo Oscar por su regreso a la primera línea. Es justo lo que está pasando este año con Brendan Fraser. El actor pasó de ser una estrella absoluta, protagonista de sagas taquilleras como La momia y filmes como George de la jungla a prácticamente desaparecer. Lo hizo cuando su cuerpo empezaba a perder la forma física que le exigía Hollywood y cuando acusó al entonces presidente de la Asociación de Prensa Extranjera (organizadores de los Globos de Oro) de abuso sexual. Durante años, Fraser ha sobrevivido a base de telefilmes baratos y papeles episódicos en series de televisión.
Ha tenido que llegar Darren Aronofsky para ofrecerle un papel redentor, para mostrar a Hollywood el actor que se perdió y hacerle entonar el mea culpa. Aronofsky, de alguna forma, parece sensible a esas carreras destrozadas por la industria, ya que este personaje tiene muchos vínculos con el que le dio a Mickey Rourke en El luchador. En aquella ocasión, recuperó a la estrella más seductora de los 80, convertida en hazmerreír de la industria por las operaciones estéticas que le transformaron en la sombra de lo que fue. Le regaló un papel en un filme que hablaba de la redención de su personaje, pero que también era una redención para su protagonista.
La ballena (The whale) repite la fórmula. Hay también una historia absolutamente redentora, y ambas obras son, de lejos, las más humanistas de un realizador que suele recrearse en lo sórdido, que parece disfrutar torturando personajes y haciendo sufrir al espectador (ahí está Requiem por un sueño). Durante los primeros compases, parece que La ballena va a seguir esos derroteros al contar la historia de un hombre de 272 kilos que ha decidido que no seguirá luchando por vivir. Solo queda hacer las paces con los que tiene cerca. Entre ellos, una hija adolescente y rebelde.
Aronofsky hace sufrir mucho a su personaje, le coloca al límite, y hace que el espectador sufra viendo sus arrebatos de tristeza saciados con atracones de comida. Dirige esas escenas como si fuera una película de terror, y pone los pelos de punta. Pero el filme poco a poco desvela su corazón y acaba mostrándose como una obra tierna sobre el perdón y sobre la bondad en un momento dominado por el cinismo y el odio. Lo consigue con un crescendo dramático que culmina en una media hora final arrolladora que remata con una vergonzosa escena new age que está a punto de cargarse lo logrado antes.
El director consigue superar la herencia teatral de la propuesta (que adapta una obra de Samuel D. Hunter) y que su película también funcione como una metáfora de EEUU, un país completamente traumatizado e hipócrita, donde la presión de la religión y la televisión forman un estado mental. Un filme que habla de la relación insana con la comida. De los prejuicios. Del bullying. De todas las formas de torturar los cuerpos y de la falta de humanidad del ser humano.
Nada de esto sería posible sin dos interpretaciones cuya entrega se nota en cada plano. Dos intérpretes que se abren en canal. El primero es, evidentemente, Brendan Fraser, que consigue lo más difícil: traspasar los más de 100 kilos de prótesis que le colocan encima para emocionar y hacer sentir toda la angustia de su personaje. Es imposible no pensar en la conexión entre él y la persona a la que interpreta, y como esa redención es la de ambos. Hay un juego metacinematográfico que, aunque no se explote, es imposible no sentir.
La segunda interpretación —merecidamente reconocida con una nominación al Oscar— es la de Hong Chau, una de las secundarias que engrandecen cualquier película en la que aparecen. Lo demostró en Downsizing, de Alexander Payne y recientemente, en El menú, pero aquí convierte su personaje, la ayudante del protagonista, en el segundo centro gravitacional del filme. Cuando Fraser y Chau comparten escena, la pantalla se ilumina y es ahí cuando La ballena se siente más honesta, menos artificiosa y menos pendiente de pulsar las teclas melodramáticas que Aronofsky sabe que funcionan. Es en su intercambio verbal y actoral donde uno consigue olvidarse del artificio y sentirse realmente interpelado y conmovido.