Pero, además, Fernández es uno de los actores más recordados de nuestro teatro. Desde que comenzó en los ochenta con Els Joglars, tuvo una de las carreras más relevantes de nuestra escena hasta ya entrado el siglo XXI. Ahí, el teatro se fue espaciando y el cine fue ocupándolo casi todo. Ahora vuelve. Dice estar “acojonado”. La obra acaba de estrenarse en el Teatro Calderón de Valladolid y llega esta semana a los Teatros del Canal de Madrid para luego comenzar una gira que recorrerá toda España. En la entrevista con elDiario.es se muestra franco y llano, generoso en cada respuesta, abierto a comentarlo todo. Fernández ya está cerca de los 60, peina canas, y habla con la tranquilidad de lo hecho. Y agarrado al vértigo de lo que viene.
Vuelve a las tablas…
Sí, quería hacer un monólogo hacía tiempo. En 2019, en Buenos Aires, fui a ver una obra de teatro de Santiago Loza, El mar de noche, con el gran actor Luis Machín. Me encantó, me propusieron montarla, pero la obra era perfecta, tan solo podría haberla hecho un poco peor. Además, no me gustan los remakes. Pero me compré un libro de Loza con varias de sus obras. Un libro donde había un texto de una mujer que hablaba de su vida y mucho de su hijo. La mujer hacía un viaje hacia la muerte, hacia la nada, un viaje poético, escrito desde lo cotidiano, pero con ese vuelo. Al poco tiempo murió mi madre y até cabos. Todo se unió, así que llamé a Andrés Lima y le propuse que me ayudase.
¿Qué tiene de su madre la mujer de la obra?
Es una mujer mayor que se muere, que se olvida de las cosas… Mi madre tenía alzhéimer. Y la relación con el hijo tiene algo parecido a la relación que tenía con mi madre. En el texto dice ella: “¡Ay mi niño, mi hijo que no podrá con la vida, que es muy chiquitín, que le cuesta crecer, que es enclenque, que es muy sensible!". Están muy unidos, como lo estábamos mi madre y yo. Además, Loza añadió algunos textos personales que le apunté: que se hacía pipí hasta muy mayor en la cama, que dormía con los padres, que tenía mucho miedo por las noches, que tenía los pies planos, que le costaba andar…
¿Eso es suyo?
Eso es mío. Y hemos cambiado el nombre del hijo, que ahora se llama Eduardo. Mi madre me llamaba Eduardo, en castellano. Entonces cada vez que dice “Eduardo, Eduardo mío”, pues es muy mi madre. Hay un momento que ella dice “cuando Eduardo sea muy viejecito tendrá memoria de mis arrumacos y sentirá un antiguo amparo, en este instante ¿estará Eduardo pensando en mí?”. Y claro, cuando digo eso soy yo pensando en ella… Para mí eso es bonito y tiene mucho sentido. Mi madre murió en marzo de 2020, en pandemia, cuando estábamos peor, encerrados, sin poder salir. Yo estaba en Madrid, mi madre en Barcelona, mis hermanas me pusieron la cámara del teléfono para despedirme, pero no pude tocarla. La obra tiene algo que ver con esas ganas, con esa necesidad. La obra es un homenaje a ella y a esas madres que han limpiado culos, lavado platos, hecho las camas, barrido, limpiado y se han anulado, se han quedado en el interior de la casa, para que los demás pudieran vivir fuera y hacer su camino.
¿Qué le pasa a esta mujer en la obra?
Tiene mucha necesidad de explicarse y de entenderse. Y para entenderse tiene que compartirlo con el público. “Me están pasando cosas muy raras. Se lo voy a contar despacito. Vengan conmigo. Yo les acompaño de la mano, como llevaba a mi hijo de pequeñito, no me suelten, por favor, tengan piedad y paciencia, vamos a cruzar este día”, dice en la obra. En otro momento, dice: “Cuando lo inexplicable se repite, una se da cuenta de que la realidad ha sido tomada por el asombro”. La obra tiene esa poesía del olvido, de la vejez, de no saber qué está pasando, pero luchar por entenderlo: “Estoy obligada a entender qué me pasa. Yo, que siempre fui tan de la palabra, se me está yendo. Miro desde un fondo. Veo a la gente que mueve los labios”, dice en el final de la obra, donde ya se deja ir y hace un viaje feliz hacia la muerte, hacia la nada.
Más de treinta años haciendo teatro. Actor de Els Joglars, actor fetiche de Lluís Pasqual o Calixto Bieito, obras de Shakespeare, de Beckett, de Koltés, actor fundamental del Teatre Lliure… Aun así, en los últimos años ha ido haciendo menos teatro. Existe la sensación de que fue raptado por el cine. Permítame pues hacer con usted un pequeño repaso por su carrera teatral… Se formó a principios de los ochenta, en los comienzos del Institut del Teatre y escogió nada menos que el mimo, ¿por qué?
Comencé a estudiar teatro porque era muy infeliz, melancólico, nostálgico y llorón. Y tenía que encontrarle sentido a la vida. Y para combatir esa tristeza, utilizaba algo que heredé de mi padre, el sentido de la belleza. Me gustaba lo bello y me gustaba expresarme. Me gustaba mucho el cuerpo. Cuando eres joven te puede gustar, incluso, tu cuerpo. La gente cuando le dices mimo piensa en hacer la pared o andar sobre el sitio, cosas que también hice, pero yo derivé hacia un mimo de Decroux, que fue el maestro de Marcel Marceau del que Decroux abjuró. Era muy puro, el suyo era un mimo estatuario, se hacía desnudo, con un taparrabos y una máscara o una gasa para que se anulara la cara. Era como las estatuas de Rodin con un movimiento muy, muy preciso. Me gustó mucho eso. Lo hice un tiempo. Poco a poco fui derivando hasta que por casualidad entré en Els Joglars.
Pero antes, en 1985, hizo un Kean de Jean Paul Sartre, basada en la obra de Alejandro Dumas y dirigida por Jósep Montanyes, que luego se encargaría del Teatre Lliure, teatro que fue su casa durante muchos años…
Ahí hacía de saltimbanqui. Lo montó el Centre Dramàtic de la Generalitat de Catalunya, lo que luego sería el teatro nacional. Estaban intentando llamarle teatre nacional, pero no lo lograban. Boadella [fundador de Els Joglars] hizo una cosa genial, como estaba en contra de esas cosas y le tocaba los huevos, vio que el nombre no estaba registrado y lo registró él. Así, durante un tiempo nos llamábamos Els Joglars Teatre Nacional de Catalunya…
¿Le cambia un poco el pie cuando entra en Els Joglars?
Sí, un poco. Para nosotros Els Joglars era como Dios en aquella época. Se te ponía la piel de gallina, era muy grande, muy bueno. Trabajaban a partir de improvisaciones, hice muchas pruebas y entré, me llevé muy bien con Boadella, hicimos dos obras y recorrimos toda España, Europa y parte de América. Y ahí llegó el Roberto Zucco (1993) de Bernard-Marie Koltès dirigido por Lluís Pasqual. Aquello también fue otro clic.
Ese fue uno de los montajes más recordados, fundacional del Lliure, y con otra gran actriz, que comenzaba en ese momento, Laia Marull.
Sí, recuerdo su prueba. Pasqual no estaba y cuando volvió me acuerdo que le dije: “Tienes que ver a esta chica, yo no sé si es buena o es mala, pero es muy particular”. Estaba grande Marull en la obra. Pasqual se arriesgó mucho conmigo. En aquel tiempo yo no había hecho nada, decía el texto como podía. Pero a él algo le gustó: “En ti he elegido a un chaval de la calle que esté aquí como tirado, no un actor haciéndolo bien”, me decía. La escenografía de Puigserver era bestial, muy buena, y el espacio era el de la nueva sede del Lliure pero abandonado, hecho una mierda. Pasqual es un artista, aquel montaje estaba muy bien.
Pasqual es uno de los directores que le atraviesan durante muchos años. Hizo Esperando a Godot con la gran Anna Lizaran en 1999, La tempestad de Shakespeare en 2006, Quitt de Peter Handke en el Centro Dramático Nacional en 2012…
Y Calixto Bieito, con Bieito hice La tempestad de Shakespeare en el 97 y antes un Anfitrión de Molière y El rey Juan. Me acuerdo cuando Bieito me llamó para hacer un Shakespeare, le di las gracias, pero le dije que no, que no sabía ni leerlo. Me dijo que me aprendiera un monólogo y me hacía una prueba. Lo intenté, pero al final fui a verle y le dije que era incapaz, que no me lo había aprendido, que era imposible, que gracias, pero que se había equivocado. Me invitó a un café y me dijo que le daba igual, que me pillaba.
Bieito además tenía una manera de decir el texto muy corporal, muy violenta, se escupía Shakespeare…
La última vez que trabajé con él, me acuerdo que le dije: “Bieito, ya nos estamos haciendo mayores, en la próxima obra vamos a hacer una cosa, vamos a hacer lo que pone, si el texto dice que está enamorado, lo hacemos enamorado” (risas). Pero ya no hicimos más, desapareció, esas cosas también pasan en la vida. Bieto me acompañó mucho, me ayudó mucho, me dio la confianza que no tenía.
Entrado el siglo XXI el teatro se va retirando y llegan más películas, ¿se podría decir que el cine le rapta de las tablas?
Sí, se podría decir. Uno es actor y trabaja, y se paga el piso y esas cosas. Además, me apetecía hacer cine y así también poder elegir qué hacer en teatro. Para mí el teatro es un poco sagrado y a la vez es de los sitios donde más me he aburrido. A veces, el teatro es una misa muy larga… Ahora, en esta obra, lo abordo con mucho respeto, muchas ganas y mucho, mucho vértigo. Ese vértigo hay que afrontarlo, no hay más cojones, es así. Además, si no lo tienes para qué hacerlo.
Hace unas semanas, en el Teatro Español, Josep María Flotats remontó el espectáculo París, 1940, una obra basada en las lecciones de teatro que Louis Jouvet impartió en el Conservatorio de París. La obra son siete lecciones sobre el Don Juan de Molière en las que Jouvet reflexiona sobre lo que es la actuación. Un poderoso montaje donde además Natalia Huarte, aparte de Flotats, está estupenda. Y las reflexiones de Jouvet son muy lúcidas. Quería leerle alguna para reflexionar sobre qué es la actuación para usted.
De acuerdo.
Louis Jouvet: “Deja el sentimiento y el sentido correr por tus venas, no tienes más que decir las palabras y las frases en la plenitud de sus sonidos, y cuando hayas encontrado mediante la respiración su cadencia, todo se aclarará en ti y para los otros, si no quieres ser egoísta”.
Estar conectado con la palabra, claro. Fluir, transitarlas. Me acuerdo de que Ariel García Valdés, cuando se le preguntaba en qué debía uno pensar cuando decía un texto respondía: “En una naranja”. Cuando dices "en teatro hay algo de vértigo", como estar al borde de un precipicio, no siempre pasa, pero cuando estás ahí hay que tirar, aunque no sepas qué estás haciendo. Agarrarte a la palabra y la emoción e ir, ir, ir hasta que en un momento te preguntas, pero, caray, ¿dónde estoy yendo? La actuación tiene que ver con esa suspensión. Creo que Jouvet habla de eso, de un no naturalismo, de una palabra llena de humanidad. La humanidad en teatro tiene que rebosar.
Otro texto de Jouvet: “Nada vale si no por su continuidad. Sentimiento, pensamiento, vida interior, nada es eficaz ni duradero sino mediante la obstinación, la perseverancia: sin continuidad todo periclita. Y la vida del cómico no es sino dispersión, salidas fuera de sí mismo; cada acción, cada sentimiento o pensamiento es diferente de papel a papel o de obra en obra. La contradicción es el hábito de su existencia, como el disfraz de rombos es el traje del Arlequín. La vida del actor le muestra buscando constantemente evadirse de sí mismo en búsqueda de otro al cual nunca llega a alcanzar, que no puede ser jamás”.
Palabra de Dios. Te alabamos Señor. ¡Qué maravilla! ¡Qué emocionante! Realmente la vida del actor tiene eso, ese problemita de estar todo el rato fuera, intentando hacer un personaje y nunca hacerlo del todo. Y yo siempre digo que yo soy más yo cuando interpreto un personaje que no soy yo, que cuando soy yo en la vida. Qué maravilla Jouvet, por eso es tan grande nuestro oficio, nuestro oficio es hacer carne unas palabras, es encarnar. Y en ese sentido tienes que trabajar para que esté lleno, para que tenga sentido, humanidad, para que te toque. E insistir, como decía todo el rato Boadella. Cuando improvisábamos y salía mal él decía “no importa, insiste, aunque esté mal, si has cogido un camino insiste”. Qué razón tenía.
Y lo que, por otro lado, encuentro acojonante es cómo, a veces, el público no identifica en una actuación lo que en la vida sí identifica. Cuando un actor lo hace mal, cuando hace fuerza para llorar y se le ve tanto que le darías una galleta, habría que mandarlo a un talego para actores donde hubiera también directores muy malos y tuvieran que trabajar juntos durante años. Eso es ser un farsante. En la vida llorar es una emoción que uno intenta dominar y evitar. En la vida hay que llorar a pesar de uno. Pero luego el público ve un actor malísimo y dice “pero mira qué bien llora”. A usted, señora, se le pone su marido delante y le llora así y le dice: “No hagas tonterías, Felipe”.
Y luego el teatro tiene algo de religioso, de religión pagana, de trascendencia. Puede ser muy mundano, pero, incluso ahí, tiene que tener un punto elevado. Por eso uno se agarra tanto a la palabra, porque hay que confiar en que ellas van a decir más que tú. Te pones al servicio de la palabra, eres un medio y tienes que estar muy vacío y muy entregado para que eso pase al público. Tienes que dejar el ego de lado, nunca estar en primer plano y estar verdaderamente al servicio.