Ya le queda lejos el temor de su madre mientras limpiaba casas con la amenaza de la deportación y la esperanza de ver a la familia que había dejado en Albania. O el miedo de los albaneses que huyen ahora de bandas criminales, llegan en bote cruzando el canal de la Mancha y son el objetivo prioritario de la nueva ley de inmigración del Gobierno británico para prohibir a los refugiados pedir asilo en contradicción con las convenciones internacionales en vigor. 

“¿La tortuga es griega o albanesa?”, preguntaba el hijo de seis años de Ypi, inocente sobre la soberanía nacional, el Estado de derecho, los traficantes de drogas, animales y personas y lo que supone un pasaporte. “Las tortugas no tienen país”, contestó la escritora. Las personas, sí. Pero el concepto de frontera no es ni tan antiguo ni tan natural como asumimos en nuestra estable democracia occidental. 

La frontera física y política tal y como la entendemos hoy es una idea del siglo XIX y la clasificación de las personas que pueden o no atravesar esa frontera, durante cuánto tiempo y con qué derechos es aún más reciente. La ley de inmigración con controles fronterizos del Reino Unido es de 1905; la ley que limitaba la migración a Estados Unidos con un sistema de cuotas por país de origen es de 1924. Las cuotas no se extendieron hasta los años 30 del siglo XX, esencialmente para limitar la llegada de judíos perseguidos por los nazis a países de Europa y América. El actual sistema de visados, permisos de residencia, trabajo o estudios y distintos grados de protección internacional para quienes huyen de la guerra y la discriminación es todavía más reciente. Buena parte de las fronteras actuales tienen sólo unas décadas. Ahora hay unos 200 países en el mundo (el número exacto es objeto de cierto debate), más del doble que en 1945. 

Las fronteras ordenan el flujo de personas, animales y cosas, reafirman el poder del Estado, son parte de la organización para administrar recursos y facilitan la lucha contra el crimen en busca de terroristas y traficantes. En un segundo plano, cada vez más anticuado por la globalización, definen comunidades unidas por la lengua, la historia, la geografía y las tradiciones.

En el más benigno de los escenarios, las fronteras crean una fricción burocrática que puede ser molesta, absurda y costosa en términos de tiempo y dinero, como piensa cualquiera que coja un tren entre Reino Unido y el continente europeo y pase por el doble control de la policía británica y, a pocos pasos, la policía francesa (¿no pueden compartir la información? ¿por qué es tan ineficaz el sistema como para que el Eurostar ya no pueda vender todos los asientos?). Es una fricción que implica gastar unos cientos de dólares más en papeleo para visitar Estados Unidos y unos miles en abogados para poder aceptar una oferta de trabajo, si es que la empresa tiene paciencia para esperar y demuestra que no hay ninguna otra persona en el país capacitada para esa labor. 

Pero, en el escenario más dramático, las fronteras suponen la llegada de decenas de miles de personas en condiciones penosas en patera en el Mediterráneo, a pie en el desierto de Arizona o escondidas en un camión en Bulgaria en una ola de desesperación, detención y muerte. Entre 2014 y 2020, al menos 50.000 personas perdieron la vida intentando llegar a otro país, según la agencia de la ONU especializada en migración. Decenas de miles de personas están en paradero desconocido. Menores, especialmente vulnerables, acaban siendo explotados hasta por empresas reputadas en los países con más vigilancia. 

El control de esas fronteras supone centros de detención improvisados, sobrepasados y en condiciones insalubres en jaulas en Texas, en un campamento en Canarias o en hoteles en el sur de Inglaterra. Cuesta encontrar un gobierno capaz de gestionar de manera eficaz y respetuosa esta realidad. El control y la represión implican una inversión de decenas de miles de millones, un negocio para unas pocas grandes empresas (como las españolas que más contratos consiguen) y una operación constante de seguridad que supone estrés, dolor y castigos también para los agentes de frontera. Cuando se acumulan las muertes, lo llamamos "tragedia" mientras suele faltar la rendición de cuentas que tal vez podría evitar la siguiente.

Pese a sus normas rígidas sobre el papel, las fronteras suelen ser también líneas discontinuas con reglas incoherentes (¿por qué el tren para durante horas en la frontera entre Estados Unidos y Canadá pero si uno vuelve en coche lo dejan pasar sin más? ¿por qué en la Costa Oeste apenas existe la frontera entre Oregón y la Columbia Británica pero te pueden detener durante semanas si te pasas por error una línea que no está marcada?). Las reglas cambian y se adaptan a necesidades pasajeras con arbitrariedad y construcciones tan complicadas como la de Irlanda del Norte después del Brexit. 

La frontera es un símbolo para políticos que se agarran a un muro como espejismo de seguridad, a un hotel de cuarentena cuando no se puede parar una pandemia o a un pasaporte para castigar a periodistas por hacer su trabajo, un clásico de dictaduras recién puesto en práctica por Daniel Ortega en Nicaragua. En casos extremos, los inventos sobre la historia de la frontera son una excusa para la barbarie de regímenes enfurecidos, como ha mostrado la Rusia de Vladímir Putin. 

“El sistema no funciona” es una frase repetida a menudo cuando se habla de fronteras. Pero, ¿cuál sería la alternativa? 

Los más radicales, a menudo libertarios y anárquicos, abogan por la eliminación de cualquier línea divisoria para un cambio que raya en el final del Estado, pero es difícil imaginar un escenario de ese tipo donde se puedan aplicar reglas de convivencia y bienestar. Los críticos de esta opción insisten en la necesidad de la sociedad de crear “categorías y compartimentos” para progresar y en que “las fronteras crean orden”. 

La otra alternativa no convencional pero que no aboga por acabar con los estados-nación es la de las fronteras abiertas para que cualquiera pueda viajar, instalarse y trabajar o estudiar en cualquier lugar mientras cumpla con las obligaciones y reglas de esa sociedad, como pagar impuestos, darse de alta en un padrón o escolarizar a los niños. Esta versión también tiene un seguimiento académico limitado, en parte por la relativa juventud de la idea contemporánea de frontera y el sistema migratorio actual. Y en parte por la falta de conexión con las políticas públicas, incluso entre los defensores de reglas migratorias más flexibles y menos excluyentes. 

Los argumentos a favor de la frontera abierta más habituales son el utilitarista y el moral. 

El primero tiene que ver con la riqueza que pueden generar las fronteras abiertas con la libre circulación de personas y bienes en un contexto de bienestar de los países más desarrollados. El punto de partida de los economistas Paul Klein, de la Universidad de Estocolmo, y Gustavo Ventura, de la Universidad Estatal de Arizona, es que la diferencia de productividad y la escasez de mano de obra -como la que ahora estamos viviendo en países ricos- indican que los trabajadores están “mal distribuidos” por el mundo. En su estudio de 2007, estimaron que si se suprimieran las barreras para el desplazamiento libre de personas la economía mundial aumentaría su valor en unos 100 billones de dólares. Ante el contraargumento de que la libertad de movimiento supondría mucha presión para los estados del bienestar de los países más desarrollados, otros académicos han estudiado la clave: la capacidad (o no) de esos países de recaudar impuestos de los nuevos trabajadores, residentes y ciudadanos. 

El beneficio de fronteras abiertas dependería también de la dimensión de cada país. Por ejemplo, según otro estudio, si Estados Unidos abriera completamente su frontera con Canadá crecería, pero menos que su vecino del norte, y si lo hiciera con México perdería unos puntos de producto interior bruto mientras el vecino sureño se enriquecería. La diferencia está en que Estados Unidos es tan grande que estas fusiones “importarían poco”. 

Otro dato que se puede considerar es la movilidad de los migrantes cuando no consiguen sentirse parte de una sociedad o cuando las condiciones económicas se vuelven desfavorables. El número de extranjeros cayó en España después de la crisis financiera, como mostraron entonces los registros del padrón y las inscripciones en los colegios. Ha vuelto a pasar lo mismo por el efecto de la pandemia.

El gran teórico de las fronteras abiertas desde el punto de vista moral es el profesor de la Universidad de Toronto Joseph Carens, que en 1987 publicó Aliens and Citizens para retar el principio del sistema migratorio que se estaba consolidando en esa década. Desde entonces, ha publicado varios libros y ha dado discursos sobre el tema con comparaciones provocadoras.

“La ciudadanía en las democracias occidentales es el equivalente moderno al privilegio feudal de clase, un estatus heredado que aumenta de manera enorme las oportunidades en la vida de uno. Haber nacido como un ciudadano de un estado rico en Europa o en América del Norte es como haber nacido en la nobleza en la Edad Media (aunque muchos de nosotros pertenezcamos a la nobleza baja). Haber nacido en un país pobre en Asia o África es como haber nacido campesino (aunque haya campesinos ricos y unos pocos consigan entrar en la nobleza)”, dijo Carens en su conferencia de Filosofía en la Universidad de Münster, en Alemania, en 2018. “Como las prácticas feudales, estas estructuras sociales contemporáneas son difíciles de justificar cuando uno las mira de cerca”. 

Carens argumenta que la limitación de entrada es una manera de proteger el privilegio del nacimiento y de atar a las personas a su lugar de origen. “En un siglo o dos, la gente mirará a nuestro mundo con perplejidad y shock. Igual que ahora nos interrogamos sobre la ceguera moral de los aristócratas feudales o los esclavistas sureños, las futuras generaciones se pueden preguntar cómo los demócratas de hoy pudieron no ver la profunda injusticia de un mundo tan pronunciadamente dividido entre quienes tienen y quienes no, y por qué fuimos tan complacientes con esta división y estuvimos tan poco dispuestos a cambiarla”. 

El impacto práctico de abrir las fronteras en la vida contemporánea es difícil de medir. Las estimaciones suelen ser teóricas porque la abrumadora mayoría del mundo está ahora regulado con limitaciones físicas de entrada, estancia y actividad. 

Casi el único experimento contemporáneo es la Unión Europea, un espacio limitado y rico pero donde también hay desigualdades entre los países cuyos ciudadanos se pueden mover libremente. Los efectos de la entrada de países más pobres en el club -como Rumanía y Bulgaria, antes Polonia y, rebobinando un poco más, España y Portugal- no han traído un desplazamiento de personas a un país determinado que no se pueda gestionar ni han empobrecido a los países de destino o de origen (uno de los argumentos contra las fronteras abiertas es la "fuga de cerebros" de los países menos desarrollados). Aun así, por ejemplo, Austria y Países Bajos siguen bloqueando la entrada de Rumanía y Bulgaria en el espacio Schengen alegando que dejar de pedir identificación a rumanos y búlgaros supondría que entren sin autorización más personas de otros países de fuera de la UE.

Las voces académicas acusadas de ingenuas por defender la apertura de fronteras subrayan que las fronteras no son un producto natural e inevitable.

“Las fronteras se producen por elecciones humanas y se sostienen por el reconocimiento humano. Cuando dañan, oprimen o explotan a las personas, debemos cambiarlas o eliminarlas”, escribe Alex Sager, profesor de Filosofía de la Universidad Estatal de Portland, en el libro Against Borders, publicado en 2020. Sager insiste en el peligro de “naturalizar” lo que son “construcciones sociales”. “Son el resultado de decisiones políticas y legales que se basan en el acuerdo aceptado de que estas decisiones son legítimas o por lo menos que serán aplicadas de manera efectiva. La decisión de las autoridades de Alemania Oriental de no prohibir que la gente se marchara en 1989 llevó a la disolución rápida de la frontera”, recuerda.

Es una referencia pertinente ya que las actuales reglas fronterizas en el continente se desarrollaron en buena medida como reacción a la caída del muro de Berlín y el temor al éxodo de los vecinos orientales, como pasó en el sur de Europa con las barreras en Italia para quienes llegaban de Albania. 

Lea Ypi describe en Free cómo cambió el recibimiento de los albaneses cuando por fin, supuestamente, eran libres. “En el pasado, te arrestaban por querer marcharte. Ahora que nadie nos impedía emigrar, ya no éramos bienvenidos del otro lado”, escribe Ypi sobre lo que vivió a finales de los 90. “Nos arriesgábamos a ser arrestados no en nombre de nuestro propio gobierno sino en nombre de otros estados, esos mismos que nos solían animar a liberarnos. Occidente había pasado décadas criticando al Este por esas fronteras cerradas, financiando campañas para pedir libertad de movimiento, condenando la inmoralidad de estados entregados a restringir el derecho de salida. Nuestros exiliados solían ser recibidos como héroes. Ahora eran tratados como criminales. Tal vez la libertad de movimiento nunca importó de verdad. Era fácil defenderla cuando otro estaba haciendo el trabajo sucio del encarcelamiento. Pero ¿qué valor tiene el derecho de salir si no tienes derecho a entrar? ¿Eran las fronteras y los muros reprobables solo cuando servían para mantener a la gente dentro en lugar de mantenerla fuera?”

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