Es todo eso pero sobre todo es uno de los pensadores más lúcidos como demuestra en esta conversación en la que hablamos de su último libro, 'El deseo interminable' (Ariel). Se trata de un ensayo en el que analiza ese deseo interminable llamado felicidad y en el que nos enseña que para entender la historia y nuestra evolución es imprescindible tener en cuenta el papel que juegan las emociones.

Usted diferencia felicidad, en minúscula, de Felicidad. ¿Por qué son cosas distintas?

Porque en minúscula es cualquier satisfacción de un deseo. En oposición a los animales, que cuando satisfacen un deseo se quedan tranquilos, los humanos no. Cuando satisfacemos uno, aparece otro, y otro...De manera que por una parte disfrutamos si satisfacemos un deseo pero a la vez padecemos una cierta ansiedad porque siempre nos queda alguno por cumplir. Los humanos soñamos con una especie de estado en el que por fin todos nuestros deseos estén satisfechos. No sabemos lo que es pero pensamos 'qué bien estaría si ya no echase nada en falta'. A eso es lo que hemos llamado Felicidad, en mayúscula.

Por lo tanto es una búsqueda interminable.

Exactamente, una búsqueda interminable para un deseo interminable. Lo que ocurre es que a lo largo de la historia se produjo un cambio y es que, además de la felicidad individual, subjetiva, existe una felicidad objetiva, aquella situación social en la que me gustaría vivir porque es un escenario en el que mi anhelo personal estaría más satisfecho. Así como la primera felicidad es más difícil de definir, en la segunda es más fácil que nos pongamos de acuerdo porque todos querríamos vivir en una situación en la que se respetasen nuestros derechos, no hubiese discriminación, tuviésemos participación en el poder o existiesen políticas de ayudas. Ese fue el descubrimiento de los ilustrados.

Entonces una primera lección sería que para ser felices debemos ocuparnos de que el mundo esté mejor.

Sí. Es una catástrofe social que estemos tan interesados en la felicidad como experiencia subjetiva porque significa que hemos roto el hilo entre la búsqueda de la felicidad personal y la social. Cuando nos replegamos rompemos el dinamismo más noble que ha tenido la humanidad y es la búsqueda de la felicidad pública, que en último término es la justicia, el modo de resolver bien los problemas.

Hay un apartado que titula ‘la pasión por la justicia’ y describe cómo hay autores que admiten “un sentimiento de lo justo y lo injusto”. ¿Quién decide qué es justo y qué es injusto? Porque no siempre tiene que ser lo que establece la ley puesto que una norma también puede ser injusta.   

Defino la justicia como la mejor solución posible a los problemas de la convivencia. Los seres humanos somos conflictivos y para mantener la paz hemos buscado soluciones. Han ido cambiando porque se han encontrado mejores soluciones. De ahí que la historia de los derechos sea la gran historia de la humanidad. En último término es justo todo aquello que va a favorecer la pública felicidad. Yo odiaba la palabra felicidad, estaba harto, y sin embargo descubrí que esa tendencia a buscar mejoras de vida es la felicidad. La permanente búsqueda de la justicia es su paraguas. Cuando se quiere aplicar es cuando vienen las leyes.

Mientras leía su último libro escuché que se celebraba el día mundial de la felicidad y en la radio incluso dieron un listado por países que encabezaba Finlandia. ¿Nos lo creemos o es solo ese marketing que le llevaba a detestar el término?

La felicidad subjetiva no se puede medir porque es el diferencial entre lo que se espera y lo que se recibe. Por eso a veces países muy pobres aparecen como felices porque si esperan poco, con poco es suficiente. En otros, ya avanzados, con muchas necesidades ya cubiertas, se aspira a más y de ahí que la posibilidad de decepcionarse sea mayor. Lo que sí se puede medir es la pública felicidad a partir de criterios que incluyen la confianza en las instituciones, la transparencia o la falta de corrupción, entre otros.

En el libro hace referencia también a la inteligencia y la razón y de ahí se deriva una pregunta para la que no sé si existe respuesta: ¿Por qué si somos tan inteligentes cometemos tantas estupideces?

Para buscar una respuesta hay que mirar la historia bajo rayos gamma y ver cuáles son los componentes emocionales. Siempre que cometemos un disparate es porque el mundo pasional se impone al racional. Somos seres divididos incluso biológicamente puesto que nuestro cerebro trabaja a dos velocidades. Mientras los centros emocionales cambian muy poco, la parte cognitiva, la corteza cerebral, cambia y aprende con mucha rapidez. La cuestión es cómo desde la parte cognitiva podemos controlar las emociones sin prescindir de ellas puesto que necesitamos su energía.

En ese campo, el de la razón y la historia, también las religiones juegan un papel importante. ¿Se puede analizar la felicidad sin tener en cuenta la religión?

Las religiones han jugado un papel respecto a la felicidad personal porque dan seguridad, confianza o esperanza, con independencia de que sea verdad o no. Quitan el miedo aunque a la vez provocan otros. Es esa vinculación con la felicidad subjetiva la que ha hecho que no hayan desaparecido pese a que su parte de defunción se ha firmado muchas veces a lo largo de la historia. No conocemos ningún pueblo que en algún momento no haya tenido una religión porque, por una parte, los unifica, y después porque explica cosas, da normas morales y proporciona esperanza. Eso es un paquete muy fuerte.  

Otro comportamiento humano que también cita, y que han estudiado desde Hegel a Marx y Foucault, es el de la obediencia. ¿Por qué obedecemos? 

Esto es tan importante que para entenderlo divido la Historia en dos periodos. El primero es el de la obediencia, que es el más fundamental y ha durado muchos siglos, en el que se consideraba que era la virtud esencial para la convivencia. O sea que tanto el poder político como el religioso insistían en que la obediencia a las leyes o a Dios era absolutamente necesaria porque favorecía la sociabilidad. 

Lo que supuso un cambio radical en el paso de la inteligencia animal a la humana es que la especie se domesticó a si misma. Se ha impuesto normas y eso le ha permitido ir dirigiendo su propia inteligencia. Los niños desde muy pequeños reciben órdenes y de esta manera empiezan a controlar su sistema nervioso. A los cuatro años ya atienden órdenes externas y comienzan a dárselas a ellos mismos para dirigir su comportamiento. Cuando la obediencia se lleva al terreno político y social provoca cosas buenas y malas. La buena es que permite la convivencia pero la parte mala es que el poder se puede exceder y transformar la convivencia en esclavitud o en autoritarismo. De ahí que surjan movimientos de rebeldía como son la revolución francesa o la americana. 

Empieza entonces el segundo periodo en el que la obediencia es tan sumamente fuerte que de repente emerge con tal fuerza que se producen obediencias ciegas como la del nazismo. Además, hay que tener en cuenta que en épocas de crisis o crispación la gente prefiere obedecer a tener que tomar decisiones. En momentos de confusión prefiere una autoridad fuerte. 

¿En momentos de confusión se escoge autoridad antes que libertad?

Sí, y por eso aparecen perfiles autoritarios como Orbán en Hungría, Trump en Estados Unidos, Erdogan en Turquía o Bolsonaro en Brasil. 

En uno de sus artículos advertía de que cualquier gobernante puede convertirse en un tirano apelando a la Razón de Estado.

Claro. La Razón de Estado permite conferirle derechos por encima del individuo. Es el fascismo cuando considera que el individuo no es nada y el Estado lo es todo, es el dueño y en esa especie de idolatría al Estado se le puede pedir cualquier sacrificio al ciudadano. El poder es expansivo, siempre quiere más poder. Los sistemas de freno tienen que venir de fuera. Para ello se necesita una clara conciencia de los derechos.

Considera que nuestra evolución nos juega una mala pasada porque nos impulsa a la identificación con nuestro grupo y a la hostilidad contra los demás. ¿Tenemos manera de protegernos de la polarización?

Las emociones son algoritmos psicológicos, procesos muy establecidos. Por ejemplo, si percibo un obstáculo, la emoción que tengo es furia y el acto que quiero llevar a cabo es destruirlo. Si lo que veo es un peligro, la emoción que se desencadena es el miedo y lo que quiero es huir, agredir u optar por la sumisión. Es decir, nuestros programas emocionales actúan con independencia de nuestra conciencia. Lo que podemos hacer es no vengarnos, pero no porque no tengamos ganas. Si nos situamos en el afán de poder, siempre se quiere más, e incluso cuando lo ejercen buenas personas, se altera su manera de ver las cosas y empiezan a ver enemigos donde antes veían amigos.

Respecto a las personas que ostentan el poder, le traslado una de las preguntas que usted se ha formulado ¿Le caracteriza al buen político o al buen gobernante disponer de una intuición especial para saber lo que debe hacer?

He dedicado mucha parte de mis investigaciones a intentar descubrir qué mecanismos hacen que tomemos determinadas decisiones. Una de las cosas que me han interesado es ver cómo entre las inteligencias que más influyen socialmente están las de los políticos. Sin embargo, el político es un tipo de profesión que no tiene procesos de aprendizaje. No existe una carrera para ser político y eso que es una función de una extremada complejidad. Tiene que saber qué hay que hacer, después tiene que saber mandarlo, manejar muchas fuerzas para unirlas...Eso es muy complicado. No se aprende en ningún sitio y necesitamos descubrir un método de formación de políticos. No pueden saberlo todo pero sí tener una capacidad especial para hacerse cargo de la situación, las prioridades y saber hacer las preguntas necesarias para que se las contesten otros.

Después de haberlo estudiado, ¿qué políticos pondría en la categoría de buenos políticos?

Roosevelt era un gran político. Tenía lo que en medicina sería ojo clínico o el olfato en periodismo. A mí me interesa saber si cuando hablamos de intuición es algo real o no. Lo que llamamos intuición es la capacidad de manejar mucha información al mismo tiempo y saber movilizarla.

Quien me descubrió cuál podía ser el procedimiento fue el equipo de psicólogos rusos que entrenaba a sus jugadores de ajedrez. La primera vez que Kaspárov se enfrentó a un programa de IBM, ganó el jugador y cuando le preguntaron si había sido muy difícil contestó que no porque la máquina no tenía sensación de peligro, el ser capaz de detectar en un solo vistazo dónde estaba la parte amenazada del tablero. Eso lo entrenaron a base de la memoria, de saberse 55.000 jugadas. Y en segundo lugar, se trata de activar ese conocimiento y proyectarlo sobre el tablero. El buen político tiene una visión muy amplia y la capacidad de distinguir dónde está lo importante.

¿Se atreve a dar algún nombre de los que mejor intuición tienen en el tablero actual?

En el paisaje internacional, Clinton era hábil y de los que sabía por dónde iban las cosas. Ahora quien las tiene más claras es el presidente chino, Xi Jinping. El gran cambio allí fue dejar a un lado el marxismo-leninismo y regresar a la tradición confuciana, que no valora la libertad sino la armonía. En Europa me pareció que Angela Merkel fue una buena política porque fue capaz de aprender. Se equivocó con las medidas que adoptó con la primera crisis económica y cambió después.

Kissinger decía que, después de haber tratado con tantos mandatarios, los políticos en general no aprenden nada cuando están en el poder. Con la idea que entran, salen, entre otras cosas porque a su alrededor les animan a pensar que ya lo saben todo. En cambio, Macron me ha decepcionado porque no ha aprendido. Y sigo con mucho interés a Pedro Sánchez porque creo que está aprendiendo.

¿En qué nota que Pedro Sánchez está aprendiendo?

En que se está dando cuenta de que posiciones ideológicas muy firmes, que era el problema del bipartidismo, tienen que suavizarse planteando los problemas que hay que resolver y estudiando cómo se hace. Estoy muy interesado en ver cómo maneja el tema catalán. Me parece que conviene distinguir entre el gobernante que se deja llevar por lo que le conviene en ese momento y el que sabe que hay que aprender en el mismo tratamiento de los problemas. Cuando un político no tiene una solución a un problema lo que debe hacer es aprender a resolverlo. En el proceso de maduración de los problemas se va aprendiendo.

En el tema catalán y otros lo que puede pasar es que no exista una solución.

Ni siquiera sabemos si todos los problemas tienen solución. Necesitamos elevar el debate político. Que haya enfrentamientos entre seres humanos es inevitable. Que pueda haberlos entre derechos, que es lo que desconcierta más, también es inevitable. Lo que hay que hacer entonces es entrar en la ponderación. Porque a lo mejor en un caso un valor puede ser prioritario y en otro no. Si esos enfrentamientos se plantean en modo conflicto, que es como se ha hecho en la política ancestral, implica que tiene que haber un ganador y un perdedor, es decir, una suma cero puesto que se busca destrozar al adversario y lo que uno gana lo pierde el otro. La otra manera de plantearlo es en formato problema y ante un conflicto de derechos buscar como ir ajustando el problema.   

Escribió un artículo en el que recordaba que durante su infancia, nadie les decía a los niños que tenían que ser felices. Lo que se les decía era que tenían que ser buenos. ¿Estamos educando peor a nuestros hijos?

El mundo es más complicado porque es más heterogéneo, algo que en principio puede ser bueno porque a nosotros nos educaron en un mundo muy monolítico. La educación tiene cuatro patas: conciencia de los deberes, conciencia de los derechos, valoración de la libertad y valoración de la obediencia. Nuestra educación se basaba solo en dos, deberes y obediencia. No tener conciencia de los derechos y de la libertad era un fallo muy grande. Esa generación decidió educar a sus hijos en las dos patas que a ella le faltaron y pasamos a educar solo en la conciencia de los derechos y la libertad, olvidando las otras dos. 

Nos está costando entender que deben ser las cuatro patas.

Nos cuesta y no lo estamos consiguiendo.

¿Entonces también era más fácil diferenciar qué era verdad y qué era mentira? 

Sí y no. Sí porque teníamos muy claro que unas cosas eran verdad y otras eran mentira. Y no porque vivíamos en un mundo muy dogmático en el que nos decían lo que era verdad desde un principio y no teníamos sentido crítico. Ahora, sobre todo desde la Filosofía, hay un desinterés radical por la verdad, y un desinterés total por el pensamiento crítico. Y lo que surge es la glorificación de la opinión. El 'yo pienso esto, no tengo que darte más explicaciones y además me tienes que respetar'. Una cosa es que todas las personas sean respetables pero sus opiniones pueden ser estúpidas, insultantes o criminales. Hay un desinterés generalizado por la verdad y Trump supo captarlo como nadie. Eso produce un desarme intelectual tremendo.

¿Le asusta todo lo que estamos viendo y la revolución que ya nos anuncian que implicará la Inteligencia Artificial?

Por esas casualidades del destino sigo la Inteligencia Artificial desde el año 57. Tenía 17 años y un profesor de matemáticas me dijo que en Estados Unidos había aparecido una cosa rarísima que se llamaba Inteligencia Artificial y que hacía cosas como la que es humana. Se presentó un programa que resolvía problemas por su cuenta. Después llegó el gran salto, en los últimos 15 años. Ahora se está acelerando de una forma brutal como estamos viendo con el ChatGPT. Desde el punto de vista tecnológico es maravilloso.

Cada vez que aparece un avance de este tipo el cerebro cambia. Hasta ahora ha sido para bien, desde la anotación algebraica a la musical, porque la amplitud de nuestra inteligencia ha ido aumentando. ¿Qué pasa con la Inteligencia Artificial? Que en principio también puede ampliarla pero es tan sumamente potente que puede convencernos de que es capaz de tomar mejores decisiones que la humana. ¿Dónde surge el problema? Con los datos no podemos competir con la artificial pero existen también los valores. Un ordenador no entiende de valores como la dignidad. Podemos correr el peligro de ir hacia un mundo dirigido por los datos, que puede ser muy racional pero muy inhumano. Vamos a pensarlo.

¿No lo estamos pensando?

No, y ese es el problema. En teoría lo tenía que hacer la Filosofía pero en este momento es un desastre.

Está muy decepcionado con la Filosofía.

Es que en el momento en que prescinde de la idea de la verdad se convierte en autobiografía. No se trata de contar lo que piensa sino decir por qué lo piensa. Toda opinión tiene que estar justificada. Ahora estamos acostumbrados a mensajes cortos, consignas o insultos, pero no a los argumentos. Es el chiste de 'The New Yorker' en el que se ve a un juez en lo alto del estrado y les está diciendo a los abogados: 'Miren, para agilizar el proceso vamos a pasar de las pruebas e iremos directamente a la sentencia'.

O sea que la Filosofía y un poco la sociedad en general damos por buenas aseveraciones sin preguntarnos ni el cómo ni el porqué. ¿Nos estamos olvidando de pensar?

Es que es un ejercicio muy pesado y por eso nos estamos volviendo tan dogmáticos.

¿Cómo podemos combatirlo?

Pues igual que estoy trabajando en cómo podríamos formar a los políticos en los que verdaderamente confiaríamos nuestro futuro también llevo tiempo dándole vueltas a si podríamos hacer una vacuna contra la estupidez.

¿Es una pregunta o una afirmación?

Es una afirmación. Es más, creo que deberíamos hacer una vacuna contra la estupidez. Para ello tenemos que saber bien cómo funciona y así establecer los sistemas de protección. Padecemos una enfermedad que he denominado inmunodeficiencia social. No reconocemos los problemas que tenemos y si los detectamos no creamos los anticuerpos. Un ejemplo es la corrupción. Otra cosa. ¿No te llama la atención que cuando algo se propaga en las redes se diga que se ha viralizado? Un virus no es algo ideal. No tener claros los conceptos o no buscar la verdad porque implica un esfuerzo son cuestiones que deberíamos ver cómo resolvemos.

Se ha propuesto escribir una ‘Historia universal de las soluciones’. Resolver problemas como los que hemos ido citando no es solo una tarea cognitiva. Usted defiende que hace falta valentía, tenacidad y capacidad de soportar el esfuerzo. ¿Nos puede dar alguna pista más?

Lo primero es darse cuenta de que la función de la inteligencia es encontrar soluciones. Todo lo que nos rodea, también las instituciones o los sistemas económicos son soluciones y lo que falta ver es si son las mejores soluciones. Cada sociedad ha tenido sus problemas, desde cómo se organiza la familia a cómo se reparten los bienes. Cada cultura lo ha resuelto a su manera.

Otra prueba de que para comprender los asuntos humanos es preciso conocer su historia.

Es que si coges las soluciones en abstracto no vas a poder compararlas. La base de la inteligencia es favorecer que cada vez se produzca un mayor movimiento de convergencia y sean soluciones más universales.

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