Mientras que Ágora optó por presentarse en Cannes fuera de concurso en 2009.

Esta vez prueba suerte en casa y compite por la Concha de Oro con el primer gran título de la 67 edición del Festival de San Sebastián, que arranca justamente este viernes con una inauguración a cargo de Blackbird (La decisión) de Roger Michell. 

Venceréis, pero no convenceréis

Una bandera en blanco y negro ocupa toda la pantalla en primer plano de la película. Es indudablemente una bandera española, pero es imposible adivinar si se trata de la rojigualda o la tricolor republicana. La tela se compone de una sucesión de tres barras de un gris saturado. Pero mientras un texto explicativo nos pone en situación, el blanco y negro va desapareciendo y el color asalta los ojos del espectador, hasta que descubrimos que la última franja es morada. Y resolvemos un misterio que dura escasos segundos pero que sitúa al espectador en un tiempo y una situación muy concretas.

Con este sencillo –por no decir básico–, truco visual Amenábar imprime desde el minuto uno un carácter indudablemente político a su película. Al tiempo que la carga de un sentido de la épica y transcendencia que alcanzará hasta el último minuto de metraje. Y sin embargo, lejos de ser sutil, el gesto épico deja claros los recursos que el director va a utilizar desde entonces para retratar una figura que, precisamente, pecó de ser gris. De no posicionarse con ninguno de los contendientes que luego se enfrentarían en la Guerra Civil.

Mientras dure la guerra arranca en el verano de 1936, cuando el escritor y rector de la universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, decidió apoyar públicamente el golpe militar contra el Gobierno de la República. Según Unamuno, los sublevados no eran fascistas sino patriotas y lo que querían era imponer un orden al caos que los republicanos habían sumido al país.

Poco o nada sabía el escritor vasco de un tal Francisco Franco, que por aquel entonces aún se encontraba en el protectorado español de Marruecos. No sospechaba que este planeaba una campaña para hacerse con el mando único de una guerra en ciernes, y más tarde proclamarse Caudillo de España 'por la gracia de Dios'. Ni mucho menos que ostentaría este cargo hasta fallecer en su cama, un 20 de noviembre de 1975, y dejando a todos y todas las españolas el legado de cuarenta años de dictadura.

Sin embargo, a medida que la Guerra Civil avanza y los militares sublevados van demostrando que sus intenciones no son traer la paz a la República sino instaurar una monarquía, Unamuno se hace cargo de su decisión y sopesa las consecuencias. Cuando el conflicto empieza a tocarle en lo personal, cuando perjudica a sus familiares y amigos, el escritor se irá percatando del error cometido. Hasta el día en que, delante del General Millán Astray y un numeroso grupo de militares fascistas, pronuncie un célebre discurso en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, que es historia de las letras españolas.

Mientras dure la guerra sostiene un discurso con el que el propio Amenábar parece estar en consonancia como realizador: que la equidistancia no es una postura errónea ni tampoco cobarde cuando se trata de defender ideas que no cuadran ni a izquierda ni a derecha. Que los matices son importantes y la independencia intelectual, a la que el realizador parece profesar sumo afecto, deberían valorarse con respeto. Que la política, en definitiva, debería ser razón y no pasión.

De ahí que su retrato de un Unamuno obligado a posicionarse constantemente, rodeado de sucesos que le impiden reflexionar y le empujan a elegir precipitadamente a quién rendir tributo, sea consecuentemente gris. Algo que podría resultar audaz si, por el camino, la película dejase que el espectador sintonizase con el discurso propuesto. Esto es: si la película no le obligase a posicionarse de la forma más emotiva y menos sutil de cuantas haya.

Cainismo: ese gran mal español

Desde que Goya pintó aquel sublime y oscuro Duelo a garrotazos –que nunca está de más redescubrir en el Museo del Prado–, son innumerables los artistas de distintas disciplinas los que han reflexionado sobre la naturaleza cainita de los habitantes de nuestro país.

Una lista interminable a la que ahora Amenábar suma su propia Pintura Negra: Mientras dure la guerra es también un retrato que sostiene y argumenta que este es un país fratricida por naturaleza. Uno en el que las gentes gustan de discutir con sus opuestos ideológicos, y en los que la riña es constitutiva de la emoción.

En base a las convicciones tanto intelectuales como sentimentales de sus personajes, Mientras dure la guerra construye una narrativa según la cual la Guerra Civil parecía inevitable porque somos así, cainitas. Un discurso peliagudo que, sin embargo, no parece estar dispuesto a defender hasta sus últimas consecuencias.

En su empeño por hacer de la lucha interna de Unamuno –un genial Karra Elejalde–, definición de todo un país, Amenábar fuerza su aparato narrativo delegando sobre los hombros de un hombre el sentir de todo un país. Y olvidando, por el camino, ofrecer un tono uniforme a su película en la que Unamuno comparte metraje con un Franco más bien caricaturizado –interpretado por Santi Prego–, y un Millán Astray casi enloquecido que Eduard Fernández interpreta de forma sublime pero disonante: parece estar en otra película, una sin el peso dramático y la carga emocional de la que nos ocupa, pero que a muchos nos hubiera gustado haber visto.

Así, sin el peso del realismo, Amenábar acude según conveniencia a la lágrima fácil, a los one-liners  sublimes y a la caricatura manifiesta. Pues Mientras dure la guerra sufre una grave contradicción que descoloca por su falta de tacto. Intenta convencer al espectador de que debe pensar por sí mismo, y no dejarse llevar por discursos fáciles por polarizada y politizada que esté la situación a su alrededor. Pero mientras le obliga a dejar de pensar, a verse arrollado por el desasosiego que corrompe el alma de Unamuno, y a decirle cuándo tiene que llorar, cuándo no pensar, cuándo callar y cuándo rendirse.