Tidal es un servicio de streaming de música y vídeos en alta calidad fundado en 2014 por la compañía escandinava Aspiro y adquirido un año después por el rapero Jay-Z para competir con Spotify que, por aquel entonces, ya estaba cambiando las reglas del juego en lo que afectaba al bolsillo de los creadores. “La primera plataforma global de música y entretenimiento propiedad de artistas” rezaba la campaña de lanzamiento en la que participaron Madonna, Beyoncé, Nicki Minaj, Rihanna, Daft Punk, Coldplay o Kanye West entre otros de sus accionistas.
“Una plataforma propiedad de artistas que tratará a los creadores de música con el mayor de los respetos”, remataba el mismo Jay-Z en una entrevista a The New York Times ese mismo año. Un bonito propósito que él mismo volatilizaría en 2021 al vender el 80% a la tecnológica Square por 300 millones de dólares. Previsiblemente pactado en el acuerdo de compra, Tidal mantiene esa pretensión ética de "seguir siendo el mejor hogar para la música, los músicos y la cultura", según afirmó Jack Dorsey, CEO de Square y fundador de Twitter, tras su adquisición.
Es esta filosofía de negocio, a priori más respetuosa con los creadores que integran su catálogo, uno de los puntos fuertes entre quienes la recomiendan. El encarecimiento de los planes de pago de Spotify, entre un 10% y un 20%, ha reavivado la polémica sobre el reparto de regalías de las empresas de streaming, especialmente rácano para las propuestas con menor número de oyentes. Mientras la sueca “beneficia a las grandes y medianas discográficas, Tidal paga cinco veces más a los artistas que suben sus canciones ahí”, defiende Guille Mostaza, compositor, productor y gerente del estudio de grabación Álamo Shock donde emplea uno de los planes familiares de la plataforma.
También el músico Javier Ojeda señala esta diferencia para decantarse por su servicio. “Es bastante más del triple”, comenta. Pero acaba filtrando el descontento con el sistema de retribución al puntualizar “más del triple de casi nada, pero bueno, esto es lo que hay”. Unas condiciones que generan disidencias. Son muchos los músicos que no dudan en exhibir públicamente su rechazo al streaming, especialmente entre quienes conocieron el auge del formato físico con el que se desembolsaban al menos un 10% en derechos por cada disco vendido.
Atendiendo a los números, Spotify paga entre 0,002 céntimos y 0,004 céntimos por cada reproducción según el emplazamiento del oyente, la popularidad de la canción o incluso su duración. Tidal, en cambio, otorga 0,01 céntimos, una diferencia que puede quintuplicar a la de la compañía sueca.
A esto hay que añadir el sistema de pago. El de Spotify, como el de Apple Music, se basa en el prorrateo, es decir, calcula la proporción que debe recibir cada artista poniendo su número de reproducciones en relación con el global de la plataforma. Este modelo favorece a los artistas más escuchados quienes también salen beneficiados por el complemento de ingresos por publicidad. De esta manera, la cuota del usuario podría financiar proyectos musicales que jamás apoyaría voluntariamente.
Tidal, como Deezer, sí se centra en las preferencias del usuario. Su sistema UCPS (User Centric Payment System) reparte una parte importante de la suscripción mensual del oyente entre sus artistas más reproducidos, yendo un 10% íntegro al más escuchado de todos ellos. ¿Más justo? Probablemente. Guarda, cuando menos, alguna similitud con el sistema tradicional, en el que el seguidor retribuye de forma directa al artista a través de la compra física del disco.
Por otra parte, ese conteo de reproducciones totales que aparece junto a cada canción en la interfaz de Spotify desaparece en Tidal, detalle que valora Javier Ojeda para “acabar con esa ansiedad que producen estos números en los artistas y ayudar a que el oyente decida libremente lo que escuchar sin estar condicionado por cuestiones mercantilistas”.
Otra de las razones esgrimidas por los usuarios para optar por Tidal es su mayor calidad de sonido. “Tengo la sensación de que cuida más la música, de entrada hace streaming de audio a máxima resolución, lo que supone bastante más calidad que la de Spotify”, dice Guille Mostaza en referencia a esos 1.411 Kbps en formato FLAC del plan básico de Tidal (9.216 en el superior) frente a los 320 kbps en formato OGG del plan Premium de Spotify. Una característica determinante para un profesional del sonido que prefiere “escuchar la música tal y como salió del estudio, no filtrando frecuencias e información dinámica. Esto, junto a su amplia sección de créditos, hizo que me decidiese por esta plataforma”, comenta.
En el mismo sentido se pronuncia Javier Ojeda que, tras confirmar esa superioridad de Tidal en cuanto a sonido, también subraya “la posibilidad de contar con mayor información sobre lo que se está reproduciendo”, en alusión a su sistema de acreditación, “mucho más completo que en Spotify”. Una información con la que “se aprenden muchas cosas valiosas, como que en la música hay muchos puestos de trabajo diferentes, algo que en el cine tienen muy bien aprendido”, señala Guille Mostaza y corrobora Ojeda cuando recuerda a quienes “hemos hecho nuestra culturilla musical a base de leer la información sobre músicos, compositores y productores de aquella o esta canción”.
Por otro lado, Javier Ojeda advierte sobre otro aspecto técnico a tener en cuenta, el de la limitación en el volumen de reproducción de Spotify, inexistente en Tidal, que hace que “todas las canciones suenen al mismo volumen” e impide escuchar el disco “como ha considerado el productor, el artista o quien sea”, recalca.
Luis Moner, de la discográfica independiente Discos Belmarsh, se desmarca de la cuestión de la calidad sonora y asegura que usa Tidal porque se lo recomendaron en ese sentido pero “como no soy audiófilo no noto la diferencia”, una experiencia que evidencia que la tan cacareada superioridad de sonido de la plataforma podría no resultar apreciable para todos los oídos.
Respecto a la envergadura de sus catálogos, la diferencia entre ambas plataformas no parece significativa. O no, al menos, para quienes han hecho las transición de una a otra. Beatriz Efe, una de sus usuarias, utilizó una aplicación que permite el trasvase de listas desde Spotify a Tidal y explica que “de una lista de 23 horas de música muy muy muy variada, perdí menos de 25 minutos de canciones”. Experiencia que coincide con la de Guille Mostaza, a quien le parece desdeñable “el no encontrar alguna canción en ninguna de las dos, o que a veces esté en una y en otra no” y recuerda que “hay artistas que se han retirado de Spotify bien por temas éticos o bien porque no están de acuerdo con su reparto de beneficios” por lo que a efectos de catálogo el resultado “es de empate con Tidal”. Ojeda, en cambio, discrepa al considerar que esta “tiene un catálogo un poco inferior en volumen con respecto a Spotify, Deezer y otras”, aunque puntualiza que “está casi todo”.
Es la cuestión referente a los contenidos albergados por la compañía sueca otro de los condicionantes que podrían impulsar al cambio de plataforma. Lo mismo que pasó con Joni Mitchell o Neil Young, que retiraron sus canciones de Spotify por la difusión de fake news, está sucediendo con usuarios preocupados por distintas cuestiones éticas. Una de ellas es Beatriz Efe que, además de apuntar su mejor sonido y un reparto más justo para los artistas, tiene entre sus razones para elegir Tidal que “no financia y publicita podcasts con contenido fascista”.
Pero que Spotify sea la compañía de streaming que representa al 32% de los usuarios del servicio, con más de 200 millones de suscriptores y presencia en más de 200 países (este año ha despedido al 6% de su plantilla) no puede ser casualidad. Tras el despligue de motivos expuestos para sustituirla, ¿hay razones que expliquen por qué tantas personas siguen confiando en la plataforma? Las hay, más allá de la inercia social del “más vale malo conocido…” o de su altísima inversión en marketing.
A la cabeza de ellas su plan gratuito, por el que apuesta más de 300 millones de usuarios y que se financia a través de la publicidad emitida en un modelo próximo a la tradicional radiofórmula. Una prestación que, por otra parte, no es exclusiva de Spotify. Además de Deezer o Soundcloud, también se puede escuchar música gratis en plataformas que no requieren de suscripción ni de registro, como YouTube o Bandcamp, esta última erigida en escaparate para las bandas noveles.
Y los usuarios de Tidal, ¿echan de menos algo de Spotify? Ojeda menciona su motor de búsqueda que considera “muy superior” al de Tidal, lo que explicaría que “pueda tardar más en encontrar una determinada canción”. Guille Mostaza destaca su navegador y elogia la aplicación misma: “Es magnífica: la rapidez, la sencillez de su manejo y el buscador son lo mejor”. Y Beatriz Efe señala la presencia de contenido exclusivo, algo que la ha condicionado para mantener Spotify en sus dispositivos: “Es la única forma de escuchar Deforme Semanal”, se lamenta, aunque sí se ha dado de baja del plan Premium porque, insiste, se niega a que su dinero “se reinvierta en propaganda fascista”.
Otras cuestiones técnicas afloran entre los usuarios de Tidal en la confrontación de ambas plataformas. Entre ellas, el irregular funcionamiento de las aplicaciones para el móvil, su mejorable conectividad con otros dispositivos o los defectos en su modo sin conexión que “aunque es bastante más fiable ahora que hace un año, aún así falla más de la cuenta” afirma Beatriz Efe, quien también se queja de lo difícil que es compartir música con gente que no usa la aplicación.
En cualquier caso, ni la subida de cuotas ni un cambio masivo de proveedor revertirán en mejorar las condiciones a los artistas, demanda clave en la polémica sobre este modelo de negocio digital. Y que, si bien la irrupción de Spotify supuso el fin del pirateo que había traído de cabeza a los agentes de la industria durante años, es la actual expansión del streaming la que está revelando sus toxicidades. No solo se trata de un negocio deficitario: también deviene en otras problemáticas de alcance, desde implicaciones en la sostenibilidad de pequeños proyectos culturales a la homogeneización de oferta y demanda, el impacto sobre la morfología de las canciones o la incorporación sin filtro de música generada por IA en sus catálogos.
“El streaming se nos vendió como una forma de democratizar el acceso a la música”, opina Luis Moner, “pero al final, como cualquier otro eslabón del capitalismo, es una forma de control de la atención que permite a grandes emporios del entretenimiento poder gestionar y monitorizar tus gustos mediante listas de canciones”, quien pone el foco en la escucha aleatoria porque “no faculta al oyente a tener una capacidad crítica de lo que quiere o no escuchar”. Mostaza, por su parte, también apela a la responsabilidad del usuario en este proceso, pues “si se acude a estas plataformas para ver lo que sugieren está claro que las tendencias de mercado tienen su manera de venderte lo que quieran”.
La situación no tiene visos de mejora a corto plazo. Ojeda la define como “un escalón más en el continuo desmoronamiento de la situación de intérpretes y creadores en la industria musical” y, aunque asume que es una batalla perdida, intenta no quejarse, “las cosas son así y si no te adaptas, mueres”. El mismo sentir se refleja en Luis Moner. Aunque su discográfica debate con los artistas el acceso al streaming, lo hace sin convencimiento ni afección alguna: “Soy consciente de que no nos va a aportar un extra de ventas y tan solo el ‘tener que estar’ ya me produce un fastidio tremendo”.