No presumen; hacer eso, piensan, es bien poco. 

Había poca gente en el bar, aún estaban fuera de temporada. La clientela no era la misma que la de las cabañas. La del bar acudía por la música. Luego se quedaban los de siempre, los que asumían la falta de wifi, cobertura, televisión, aire acondicionado, la presencia de arañas en las habitaciones, saltamontes, un día un escorpión, la fregona y la escoba para el uso de cada huésped. Ana sacó un pañuelo de la mochila y se lo puso sobre los hombros. La ola de calor no había sido tan dura allí pero menos mal que ya había pasado, comentaron. Sandra dijo: 

–Así empieza el fuego. Un físico lo cuenta de una forma preciosa.

–Bueno, preciosa, no tiene pinta... –dijo Gerardo.

–Que sí, ya verás: algunos átomos se gustan. Al oxígeno del aire le gusta el carbono de la madera del árbol y quiere estar con él. Es como tener una pelota que está intentando subir una colina. Arriba hay un agujero, semejante al cráter de un volcán, un agujero profundo. La pelota va rodando colina arriba pero no cae porque después de subir un poco, se va para atrás.

Sandra gesticulaba con la mano, el dedo índice extendido trazaba la curva ascendente y luego retrocedía. En ese momento llegó una de las ráfagas de cobertura intermitentes y sonaron algunos mensajes en los móviles, pero nadie parecía esperar algo urgente y no los miraron. Silvia siguió:

–Si haces que la pelota acelere, subirá deprisa y caerá en el agujero. Por ejemplo, calientas el oxígeno, algunos de esos átomos van más rápido, llegan hasta al cima y cuando caen se enganchan con el carbono. Eso produce un montón de pequeñas vibraciones que alcanzan a otros átomos, se aceleran, chocan con otros y les dan impulso para que puedan trepar por la colina y empujar a otros que también se enganchan con el carbono; las vibraciones se encadenan y tienes un fuego.

–¿Dices que estas olas de calor –preguntó Ana– son como la pelota, sube alto pero cae, la ola pasa y así hasta que la pelota suba del todo...?

–Puede. No es que vaya a venir de repente una ola de calor que no se vaya. Pero si seguimos emitiendo CO2, llegará un momento en que se acabe la estabilidad. Cuando hay estabilidad, las pequeñas perturbaciones no nos hacen perder el equilibrio, o solo un poco y en seguida lo recuperamos. Pero si aceleras tanto la pelota, y cae en el cráter y le siguen otras, el equilibrio se aleja indefinidamente.

–Mejor no pensarlo –dijo Helena.

–Es que además no podemos hacer nada –dijo Diego.

–Os cuento el final de la historia del fuego, y luego hablamos de si podemos hacer algo o no. El árbol necesita el dióxido de carbono para vivir. Consigue separarlo del oxígeno mediante la energía de la luz del sol. Se queda con el carbono y suelta el oxígeno. Cuando ponemos el árbol en la hoguera y empieza el fuego, resulta que todo el oxígeno del aire y todo el carbono del árbol quieren estar juntos otra vez. Y cuando lo logran aparece toda esa energía que el árbol usó para separarlos. Una hoguera es una especie de sol almacenado.

–Vale, sí, tiene su punto... –dijo Gerardo.

–¿Crees que cuando aumente el calentamiento habrá un incendio monumental en todo el planeta? –preguntó Iria.

–Eso parece que ya ha empezado –dijo Ander–. Incendios dispersos, aunque si los sumas...

–Sí... pero no iba por ahí –dijo Sandra–. Lo que más preocupa ahora es la pelota a punto de llegar al cráter. Cada vez que el CO2 aumenta, rozamos la zona del cráter, y en una de estas la pelota lo rebasa y cae. No sabemos lo que vendrá después, puede ser una hoguera gigante u otras cosas. Lo que sabemos es que perderemos la estabilidad y cualquier perturbación podrá derribarnos.

–Yo también prefiero no pensarlo –dijo Iria–. No podemos hacer nada. Y cómo vas a vivir pensando cada mañana que dentro de diez años estaremos cayendo por un precipicio.

–Claro, claro. No hay que pensarlo todo el tiempo –dijo Fran–. Solo a ratos.

–Intentamos hacer bien nuestro trabajo –dijo Iria–, no estropear esto más de lo que está, pero también vivimos, hemos venido en coche hasta aquí, no podemos estar sufriendo por eso. No sé...

–Es que además –dijo Diego–, lo que uno haga cambia muy poco, los mayores desastres vienen de grandes empresas, sus decisiones quedan fuera de nuestro alcance. La política, bueno, no todos creemos en ella. 

–Sufrir no, ni culparse, pero... A lo mejor no darlo todo por perdido –dijo Fran–. A veces se logran victorias.

Los músicos se retiraron a descansar unos minutos. Su trayectoria hizo que Lucía reparase en la chica sentada sola delante de un mojito. Llevaba un pañuelo ancho de tonos rojizos en torno al cuello, el pelo largo y recogido de manera no tirante. Le llamó la atención el extraño embeleso con que miraba al lugar, ahora vacío, de los músicos. Pensó en poner sobre la mesa una adivinanza para aliviar la seriedad de la conversación. ¿Quién es esa chica solitaria con un vaso de mojito ante ella que mira a los músicos de ese modo? ¿Su amante, su hija, una desconocida? ¿El embeleso viene de su relación con la música o quizá va por el segundo o el tercer mojito? Al final no dijo nada. La mirada de la chica era conmovedora y algo preocupante; no estaba solo fascinada por los músicos, pensó, había como una ausencia en ella. 

–¿Qué crees tú, Luci? Estás muy callada –preguntó Iria.

Lucía se concentró en la conversación.

–Estoy de acuerdo con vosotras. Hay que vivir. Si no, no tendría sentido lo demás. Ni siquiera las victorias, Fran. En algunos casos basta con hacer las cosas con cuidado, y en otros hay personas como tú y como Sandra, que conseguís organizaros y lograr esas victorias.

–Eh, eh –dijo Sandra–. No somos diferentes. Un amigo dice que sí, que cuando alguien se conciencia hay una ruptura, un cambio radical. Creo que no es una ruptura. Es como un milímetro más en un metro. Lo pasas, y luego a lo mejor retrocedes otra vez. Hoy estamos emocionados por lo del currículo, pero igual mañana nos pilla tirados viendo una serie.

–Pero contad, ¿no? ¿Qué es eso del currículo? –preguntó Gerardo.

–Es que tampoco queremos dar la vara.

–Qué vara ni qué vara, venga.

–Pues que por fin hemos conseguido que la ecología social entre en la secundaria y bachillerato –dijo Fran y sonrió–. A veces la política sirve. Grupos de gente estudiándose los libros de texto, reuniéndose, discutiendo, poniendo de acuerdo a sus organizaciones, hablando con el ministerio, repasando borradores, proponiendo, reclamando. Y ahora, ya está.

–No son cambios materiales –dijo Fran–, de momento solo son cambios en las palabras de los libros de texto. Pero a la vez es muchísimo. Todo esto ya era conocido cuando nosotros estudiábamos, pero en el instituto nunca nos hablaron de los límites del planeta, de la importancia de conservar los ecosistemas, del declive de la energía. Y para imaginar una salida hay que saber. 

–A nosotros tampoco nos lo contaron –dijo Iria hablando por los más jóvenes. 

–Lo mejor es que afecta a todas las asignaturas –dijo Sandra–. Metes la economía ecológica y dejas de mirar solo los números. No solo cuántos tomates produces, sino la realidad entera, cuánta energía gastas, en qué condiciones se producen, laborales, químicas, qué recursos faltan una vez los has producido, qué residuos dejas, por qué eliges producirlos, quién es justo que los consuma.

–Lo mismo con la economía de los cuidados –dijo Fran–: qué se necesita para que un mamífero humano se convierta en persona con valores, lenguaje, y para que una persona pueda mantener su vida sin romperse: otra vez acciones, no números. Por qué esas acciones, que son trabajo y afecto y relaciones y vida, no cuentan. Qué hacer para que cuenten.

–Por Fran y Sandra –dijo Ana levantando su vaso–. Los libros de texto son lo que una generación quiere dejar a otra para que viva. Sois la hostia. 

Brindaron y rieron, tomaron un poco el pelo a Fran y Sandra tratándoles de conspiradores, preguntándoles si eran adictos a las bebidas energéticas para abarcar tanto, chocaron vasos y hombros.

Entretanto los músicos volvieron. Lucía miró a la chica del mojito. Aquel extraño embeleso no había cambiado, cuando había músicos, cuando se fueron, ahora que colocaban las cosas, cuando empezaron otra vez a cantar. Lucía se levantó a pedir otra ronda, tardaron en atenderla. Al volver, le sorprendió que en su mesa todos mirasen los móviles. También en las otras mesas. La chica del mojito en cambio seguía ausente, sumida en aquel arrebato lento. Le vino a la cabeza el verso de Pizarnik: “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome”. Fue un impulso, dejó atrás su mesa y se acercó a la chica:

–¿Puedo sentarme?

Ella no pareció escucharla. Lucía se sentó. 

–¿Te encuentras bien?

La chica la miró durante un segundo.

–No –dijo.

–¿Quieres dar una vuelta?

De nuevo silencio.

–Sí.

Bajaron por un sendero empinado hasta la playa. Lucía llevaba buenas sandalias, la chica, solo chanclas pero bajaba entre la arena y las piedras como si paseara por un césped liso. 

A Lucía le encantaba el ruido de los cantos rodados al chocar por las olas. Se lo dijo, la chica asintió.

Se sentaron en el suelo. 

–No lo sabes, ¿verdad? –dijo la chica.

–¿El qué?

–En Madrid. Empezó después de comer. Yo había salido de casa para ir al aeropuerto y lo vi. Se paran y se desploman. Es un segundo. No son todos los pájaros. Los vencejos, sobre todo. Los avioncillos. Algún gorrión. Las palomas, no.

–¿Qué dices? ¿Y se sabe la causa?

–No. Y los árboles. Se secan de golpe, es como si ardieran por dentro. Tampoco son todos los árboles, las melias, las acacias, algún almez. Les pasa a los más jóvenes. No se desploman, se quedan secos, de pie.

–¿Te lo estás inventando?

–Vi cómo empezaba. A veces estás en una calle y ves el momento exacto en que se encienden los faroles. Dicen que empezó a las ocho pero no es verdad. Yo lo vi a las seis. Luego tomé el avión, y unos amigos me trajeron aquí. Ellos tampoco lo sabían. Pero ya empezaba a correrse la voz.

–¿Y la gente, está bien?

–No lo sé. En internet decían que algunas personas se desplomaban sin caerse. Como si se desmayaran de pie. Como los árboles. 

–¿Cómo te llamas?

–Nina. En broma a veces me llaman Noniná.

–Y todo esto es una broma oscura que me has contado.

–No. ¿Cómo te llamas tú?

–Lucía.

–En ese extremo la cobertura dura más, Lucía. ¿Vamos?

Lucía miró a Nina o Noniná o, como aún seguía siendo para ella, la chica del mojito, y admitió que desconfiaba. ¿Y si estaba delirando por la combinación de mojitos con otras sustancias? ¿O si era alguien violento aunque tuviera esa expresión ausente y vistiera como una hippy de la hermandad prerrafaelita? 

Nina dijo:

–Si no te importa, yo espero aquí, no quiero ver las imágenes.

Lucía atravesó la playa de piedras. Su móvil no emitió ningún sonido. Pensó que la chica se lo había inventado todo. Aun así avanzó un poco más. Entonces llegaron las notificaciones. Tenía varios mensajes de su hija.

–Estoy bien, no te preocupes. En nuestra calle han caído tres vencejos. El árbol que está delante de casa de Alba se ha secado. ¿Puedes preguntar a Fran y Sandra?: a lo mejor ellos saben por qué está pasando. ¿Cómo estáis? Dicen que es solo en Madrid. ¿Por qué solo en Madrid?

No abrió los demás mensajes. Fue directamente a ver noticias en las redes. Los vídeos impresionaban. Casi todos eran de pájaros y de árboles. Pero luego aparecieron los de las personas. Alguien se detenía, se quedaba clavado en el suelo, se llevaba las manos al pecho como si le faltase el aire. Luego, seguía andando más despacio, la expresión como dulcificada. Y esa mirada que le era familiar, mirada de mojito, se dijo. 

Lucía volvió deprisa, ahora no quería dejar sola a la chica.

–Vamos –le dijo–. Siéntate con nosotros. Tenemos unos amigos que a lo mejor saben qué podemos hacer.

Cuando subieron había grupos hablando de pie. Lucía tomó de la mano a Nina, pero ella dijo:

–No, gracias, de verdad..., me vuelvo a mi mesa.

Lucía la vio irse, en seguida se le acercó Helena:

–¿Dónde andabas? ¿Te has enterado, verdad?

–Sí, sí. ¿Se sabe la causa?

–Dicen que es un agente químico, que se ha liberado por error en las afueras de Madrid, y el viento lo ha diseminado. Parece que ya está pasando. No se han desplomado más pájaros. No se han secado más árboles.

–¿Y las personas?

–De eso todavía no han dicho nada.

–No es el agente químico –dijo Fran–. Es ese agente en una atmósfera saturada de CO2 que nunca hemos tenido. ¿No, Sandra?

Sandra era química pero se encogió de hombros.

–Puede ser, Fran, o no. No sabemos nada.

–Yo también soy químico –dijo un hombre mayor a quien no conocían que, junto con otras personas, se había sumado al grupo–. Ni siquiera estoy seguro de que esa explicación del agente químico encaje. Creo que aún no se sabe lo que está pasando. Lo único bueno es que se haya ralentizado.

–Pasará, ¿no? –dijo Ana–. Como la ola de calor. Y volveremos a decir, uf, menos mal. Hasta lo siguiente.

Todos callaron, porque Ana había dicho lo que pensaban. Poco a poco la gente empezó a volver a su mesa y los músicos a su puesto. 

Llevaban un rato sentados, taciturnos, miraban los móviles esperando una nueva ráfaga de cobertura. 

–A mí me gustaría hacer algo, de verdad, no es que no quiera –dijo Ander–. Pero es que no sé el qué. Trabajo un montón de horas. Ni siquiera consigo que en mi trabajo se gestionen bien los residuos. Y lo intento. Lo intentamos, ¿verdad, Iria? Es una batalla enana, no es mucho lo que conseguiríamos, pero no sabéis lo que cuesta. Y al mismo tiempo está esa sensación de que no sirve, de que si pudiéramos decidir las cosas que se producen y cómo, arreglaríamos lo que no lograremos en cien mil vidas, pero no hay manera.

–Es complicado –dijo Fran–. Las cosas llegan a cada persona de forma distinta. A Sandra y a mí nos parece útil estar en Ecologistas, pero qué se yo si para el mundo es más útil que hagas bien tu trabajo y no que lo hagas mal porque llegas cansado de reuniones.

–El papel en los zapatos –dijo Iria.

–¿Qué dices? –preguntó Elena riendo y su risa se contagió y descargaron la tensión.

–Es una historia que le pasó al escritor Luis Sepúlveda. O así me lo contaron. Estaba buscando un lugar donde quedarse a vivir. Su idea era ir al País Vasco; se perdió, se le hizo de noche, no sé. El caso es que llegó a Xixón. Llovía. Las calles le parecieron grises, dejó el coche y tuvo que andar un buen rato hasta que encontró una pensión donde alojarse. Un cuarto pequeño, pero llegaba calado y todo le parecía bien. Dejó los zapatos mojados fuera y al día siguiente vio que alguien había puesto papel de periódico dentro para que se secaran antes y mejor. Había sido la dueña de la pensión. Estuvo hablando con ella y con la gente que desayunaba allí, le gustó, se sintió bien. Decidió quedarse en la ciudad.

–Sí –dijo Ana–. Así hemos vivido. Poniendo el papel cuando podíamos. ¿Y si ya no es suficiente?

Diego dijo:

–Había una profesora en mi facultad que siempre hablaba del sentido del deber como deuda, acciones debidas, acciones que le faltan al mundo.

–Es bonito –dijo Sandra–, lo que pasa es que en las discusiones morales, incluso en las que tenemos a solas, suele ganar la persona cínica que llevamos dentro. Y es hasta normal, quiero decir, es que por bien que te comportes, y aunque consumas menos y emitas menos CO2, sabes que al final gana la fuerza, como la hipocresía de nuestros países que lo han consumido todo, lo han arruinado todo y siguen mandando su basura fuera.

–Pero, ¿y lo que no es moral, qué es? –preguntó Ander–. Quiero decir, hay que hacer las cosas porque piensas que debes hacerlas. A mí me ha gustado esa expresión, acciones que le faltan al mundo.

–Y a mí, Ander. Solo digo que muchas acciones individuales juntas no bastan. Entre otras cosas porque hay montones de trabajos que van en contra del planeta y no puedes pedir a medio mundo que se quede sin trabajo cuando de verdad lo necesita.

–¿Entonces?

–Lo que no es solo moral son las luchas populares. Evitar que la pelota suba y caiga en el cráter no es solo una cuestión de que nos parezca bien, de que sea bueno para las generaciones venideras, y las nuestras. Es un derecho. Tenemos que exigir ese derecho como tantos otros que se han ganando no solo porque la moral dijera que eran buenos, sino porque millones de personas han ido plantando cara y cuerpo a los poderosos y han logrado que se cambiaran las acciones y las reglas, el mecanismo ridículo y letal en el que estamos.

–Ya..., pero eso cómo se hace. No todo el mundo encuentra un colectivo.

–A veces el colectivo te encuentra a ti. Y no tiene que ser todo el mundo. El papel en los zapatos mojados sigue siendo importante.

–Pero es que no hay tiempo –dijo Ana–. Imaginad que los pájaros empiezan a desplomarse en más ciudades, en pueblos, que se secan de golpe todos los árboles.

–Y la congoja –dijo Lucía–. Nadie está hablando de eso que ha desplomado a las personas por dentro. 

–Mañana nos enteraremos, yo madrugué y ahora me muero de sueño –dijo Gerardo–. Me voy a dormir.

Era tarde y acordaron irse. Solo se quedó Lucía. Se sentó con la chica del mojito, pidió uno. A eso de las tres cerraban. La chica no se movía. Como eran huéspedes de las cabañas, les dejaron quedarse un rato en el bar cerrado. 

Al día siguiente, la chica del mojito no estaba. En la red se decía que había aumentado el número de personas afectadas y, al parecer, aquella mezcla de tristeza y de embeleso estaba dando paso a formas de osadía. El agente químico, dijeron, podía atravesar la barrera hematoencefálica y generar el, así lo llamaron, desorden nervioso. O tal vez osar era, dijo Lucía, un sentimiento pensado, organizado, creciente: luchar contra la economía política tiránica, osar para evitar la destrucción.