La aventura de hacer atractivo el patrimonio a ojos de los adolescentes —de comenzar a desmontar el tópico de que el pasado es aburrido— comenzó hace algo más de una década. “Me di cuenta de que las visitas a los monumentos estaban pensadas para la gente mayor de 50 años”. Pilar Martínez, “única persona mayor” de un colectivo en el que los protagonistas son los estudiantes, detectó que “el tiempo de duración y el lenguaje” de las actividades en torno a edificios históricos era una auténtica barrera que había que comenzar a derribar. “Los guías suelen apelar a una sensibilidad que supone una cierta experiencia vital”, apunta, “imposible” para niños de 10 o 12 años.
El diagnóstico suponía un gran paso, pero ¿dónde estaba la receta mágica? ¿Cómo se podía involucrar en el patrimonio a una generación rodeada de multitud de estímulos y alternativas culturales y de ocio? “Los jóvenes conectan con el patrimonio si lo hacen a través de sus intereses”, concluye Martínez Arce después de una década de experiencias. “No pueden ser sujetos pasivos, de ahí que a los raperos les pidamos que nos cuenten los monumentos a través de la música, a los de danza urbana, por medio del baile en torno a una arquitectura en la que rara vez se habían fijado… Cuando les propones que ellos estén en primer plano, descubren algo nuevo y lo asumen”. En no pocas actividades de Patrimonio para jóvenes —una asociación de ámbito nacional con sede en Navarra— han confirmado el diagnóstico y la solución. “¿Por qué esto no me lo han contado antes en el colegio?”, reflexionan.
Casi sin quererlo, la joven pamplonesa María Odériz dio con el problema. En un recorrido por unos 70 lugares históricos en España y Nueva York —gracias a una beca de la asociación Patrimonio para jóvenes— escuchó no pocas veces el falso tópico, que a los jóvenes no les interesa el patrimonio. “Hay discursos sobre las cosas que tienen que gustar o no a los jóvenes, pero cuando he llevado a mis amigos a visitar un templo, han quedado encantados y, desde entonces, me piden ideas para hacer excursiones”, explica Odériz, que a los 23 años ha encadenado importantes experiencias en instituciones culturales como el Centro Botín de Santander o el Oriental Institute de Chicago, y ahora se prepara para seguir formándose en París.
En su futura dedicación a la gestión del patrimonio recordará, seguro, la experiencia del proyecto Iter Culturale, del colectivo que dirige Pilar Martínez Arce. El viaje por cinco comunidades españolas —Navarra, La Rioja, Castilla y León, Aragón y País Vasco— y una escapada específica a los museos norteamericanos en Nueva York ha permitido a Odériz investigar “cómo se vende” el patrimonio, qué discursos utilizan los museos y cómo reacciona el visitante ante ellos. La experiencia ha servido, entre otras cosas, para ganarse el interés de los cientos de jóvenes que han seguido sus publicaciones en redes como Instagram o TikTok. Aunque, desde la asociación le pidieron que diera un paso más allá, del mundo virtual a la realidad. “Las redes sociales están muy bien, pero a nosotros nos interesa más mover a la gente, que vaya a los sitios”, explica la responsable del colectivo. Un encargo que permitió a María Odériz extraer una enseñanza: “Que alguien cercano a ti te recomiende una visita te da tranquilidad, porque sabes que tiene tus mismos criterios”, reflexiona.
Pero el valor del viaje radica también en el contraste detectado en Estados Unidos, donde la joven estudiante navarra entró en contacto con el Metropolitan Museum. En The Cloisters —la subsede que recoge multitud de vestigios del arte medieval europeo— pudo observar la reacción de los visitantes norteamericanos ante edificios, esculturas o pinturas lejanas a su identidad cultural. “Cuando hablaba con el Departamento de Educación en The Cloisters, me decían que cada visitante que acude al museo vive una experiencia distinta, porque no hay dos personas iguales en Estados Unidos”, revela Odériz. Lo que sí pudo observar por sí misma es que el público “tenía la percepción de que lo que visitaban era importante, pero lo desconocían”, hecho comprensible si se tiene en cuenta que los norteamericanos se han criado lejos de las viejas piedras españolas o francesas. “Ver un claustro francés junto a una talla alemana es complicado para una persona de Wisconsin”, ejemplifica.
A raíz de la experiencia norteamericana —de la que los responsables de Patrimonio para jóvenes destacan el trato exquisito de conservadores y del resto de personal de los centros hacia la estudiante española— surgió otro hallazgo de enorme valor. “Lo que nosotros tenemos no lo tienen en Nueva York: les falta la gente, el contexto”, reflexiona Odériz. “Cuando he visitado iglesias en zonas rurales, he podido compartir una hora de conversación con los vecinos del pueblo, con sus guardianes; esta vivencia es imposible de trasladar a un museo”, apunta la joven, sin dejar de reconocer, no obstante, el valor de las soluciones actuales ideadas en los museos por sus gestores. “Pueden reproducir un audio, pero es imposible recrear el hecho de que una persona te cuente la historia de su pueblo”, añade.
En busca de ese contexto, precisamente, viajó un equipo de jóvenes hace un par de años a la olvidada provincia de Soria, en cuya comarca de Pinares tuvo lugar la grabación del documental Ab Aquis. Se trataba de tomar el puso a las personas, a las gentes de los pueblos, convivir con ellas, ganarse su confianza, registrar sus testimonios ante las cámaras. La película, que retrata con fidelidad y cercanía la vida diaria en el corazón de la España despoblada, terminó de convencer al colectivo Patrimonio para jóvenes de su verdadero objetivo. “Nuestro sueño es generar becas para trabajar en la difusión del patrimonio y, por esa vía, dar también a conocer las habilidades de nuestros jóvenes talentos y que puedan encontrar oportunidades en el mundo laboral”, sostiene Pilar Martínez Arce. “Hoy sabemos quiénes son los cámaras que están detrás del documental”, añade, aludiendo a una especie de simbiosis: “Ellos son el altavoz de la asociación, nosotros somos un altavoz para ellos”.
El patrimonio —ese que no les gusta a los jóvenes, según el tópico— se convierte, de esta forma, en una oportunidad de futuro, en una cantera real donde explorar nichos de empleo. “A nuestros becados les decimos que sean humildes, pero, al mismo tiempo, que descarten trabajar gratis bajo el pretexto de hacer currículum”, revela Martínez Arce. Una receta que aplican a los proyectos de la asociación, cuyos participantes obtienen una contraprestación económica o, en el caso de María Odériz, la oportunidad de recorrer decenas de lugares patrimoniales en España y Estados Unidos con los gastos pagados para obtener la experiencia formativa descrita.
El resto de actividades del colectivo caminan en una línea similar: convencer a los adolescentes del valor del pasado, transformándolo en una aventura. Es el caso de los voluntariados, como el vivido en la localidad zaragozana de Maluenda, donde los participantes pudieron fotografiar y digitalizar los enseres pertenecientes a la parroquia. “No se trataba de objetos de valor histórico, pero sí importantes para los habitantes. En Maluenda vivimos en las casas de los vecinos, convivimos con ellos, visitamos la arquitectura mudéjar… Ellos decían: esto es maravilloso”, rememora la presidenta de la asociación. La clave radicaba en que “no fueron a hacer una visita guiada, fueron a vivir el patrimonio”, remata.
Y, sin embargo, multitud de museos en nuestro país siguen vacíos. “Falla el marketing”, opinan desde el colectivo. Esa es la razón por la que el Museo de la Evolución (MEH) arrastra a muchos más visitantes a su imponente edificio de cristal que el Museo de Burgos, “una preciosidad”. La diferencia es la “puesta en valor”. Hoy por hoy, resulta impensable que auténticas joyas museísticas del país atraigan a los visitantes que anhelan sin una labor de largo recorrido, aprovechando, por ejemplo, las redes sociales. Una herramienta que también está ayudando a derribar el maldito tópico: que a los jóvenes no les gusta el patrimonio. Ellos son los que terminarán por echarlo abajo.