En su estudio de 1978 Of Wolves and Men, Barry Holstun Lopez afirma que la visión negativa de estos animales es “casi en su totalidad una proyección de las ansiedades humanas”. “El lobo no es tanto un animal que siempre hemos conocido como uno que hemos imaginado continuamente”. A la hora de cifrar su arraigo cinematográfico esto, aún así, no parece suficiente y sí se podría identificar pese a todo un referente literario… a través de las novelas de Bram Stoker y Robert Louis Stevenson. Aunque sus adaptaciones no hayan insistido mucho en este aspecto, el Drácula original de 1899 era también un licántropo, tenía la facultad de transformarse en lobo. Mientras que la alternancia de la forma humana y lobuna remite al drama del Doctor Jekyll en la novela de 1886.
El Hombre Lobo surgiría de esta confluencia para articularse como un ente inseparable del cine, en un momento donde Universal Pictures ya había empezado a saquear las clásicas novelas de horror. Drácula y El doctor Frankenstein, a lo largo del año 1931, habían activado una enloquecida maquinaria productiva que en primer lugar llevaría al debut de un licántropo no especialmente recordado —El lobo humano de 1935—, y en segundo al definitivo asentamiento del icono con El hombre lobo de 1941, película dirigida por George Waggner y protagonizada por Lon Chaney Jr.
Este es el hombre lobo canónico —el del maquillaje de Jack Pierce, más parecido a un jabalí que a un lobo— y el introductor de una constantes temáticas que ahora vuelve a recoger Universal Pictures con el estreno de Hombre lobo. Lo hace junto a su subsidiaria Blumhouse, especializada en terror de presupuestos prudentes. Y de la mano de un cineasta, Leigh Whannell, aparentemente muy adecuado para respetar la inesperada complejidad que ha terminado acaparando esta figura.
Cómo hacer justicia a un mitoEl impulso creativo para desarrollar El hombre lobo estuvo en su día marcado por el oportunismo: simplemente Universal quería una película que se titulara así y el guionista Curt Siodmark improvisó con ingredientes de films previos de la major, como la ambientación europea y los líos en torno al linaje del Castillo Talbot. Para David J. Skal, erudito del terror tristemente fallecido el año pasado, la vulgaridad del proyecto no evitó que el film definitivo “tejiera una parábola inconsciente del esfuerzo bélico” justo cuando el mundo estaba atravesado por la II Guerra Mundial, “en torno a los frustrados intentos del hombre lobo por controlar fuerzas europeas, violentas e irracionales”.
Los monstruos clásicos están invariablemente atados a poderosas metáforas que canalizan inquietudes de su época sin dejar de ser susceptibles a actualizaciones diversas. El pálpito de Skal de que El hombre lobo hablaba sobre una Europa en guerra que acechaba a EEUU —país del que llegaba Larry Talbot como hijo pródigo— no ha llegado por otra parte a calar demasiado, en favor de otros aspectos de la ensalada de Siodmark como los ecos de Dr. Jekyll y Mr. Hyde cuando hay luna llena y, sobre todo, la convulsa relación paternofilial entre Larry y John Talbot (Claude Rains).
El Hombre lobo canónico del cine nos habla, pues, de relaciones distantes y pecados paternos que terminan pagando unos hijos incapaces de reprimir sus impulsos violentos. Es lo que más ha calado, seguido de cerca por alegorías sobre la pubertad y jugosas variaciones con personajes femeninos: ya en 1942 tuvimos La mujer pantera, desde la que se puede trazar una línea recta hasta un título de culto más reciente como Ginger Snaps. Pero ciñéndonos a los hombres lobo, los daddy issues han estado presentes tanto en versiones muy libres, estilo la ochentera Teen Wolf (donde la licantropía de Michael J. Fox se debía a la herencia paterna), como en relecturas directas del film original.
Es lo que nos lleva de vuelta a Universal y a cómo este estudio de Hollywood ha gestionado el legado del pobre Larry Talbot. El hombre lobo de 2010 era un remake oficial de la película de los años 40, con Benicio del Toro sucediendo a Lon Chaney Jr. La fotografía en blanco y negro y el bajo presupuesto precedieron a un suntuoso espectáculo de CGI desmadrado y gore sorprendentemente abundante a cargo de un artesano de la categoría de Joe Johnston (Cariño, he encogido a los niños). Era un film muy eficaz que, aún así, no halló su público, y fue a partir de su bajo rendimiento en taquilla que Universal pensó otra forma de actualizar su catálogo de monstruos.
Lon Chaney Jr. como el hombre lobo originalEl hombre lobo de Johnston y Drácula: La leyenda jamás contada fueron entonces las primeras piedras del llamado Dark Universe: una franquicia con la que Universal quería emular el éxito de Marvel Studios encadenando a sus monstruos de los años 30 y 40 a lo largo de fases y films conectados. Como sabemos, el Dark Universe no sobrevivió al fracaso de La momia de Tom Cruise en 2017, pero a partir de ahí Universal tomó la sabia decisión de entregar las riendas a autores independientes para juguetear a placer con los ilustres derechos que seguía poseyendo.
Así hemos llegado a películas tan variopintas como Renfield, El último viaje del Demeter o Abigail adaptando diversas facetas del mito de Drácula —también podríamos incluir aquí la reciente Nosferatu—, y, sobre todo y lo que más nos importa ahora, al trabajo de Leigh Whannell. El cocreador de Saw confirmó que Universal había tomado la decisión acertada en 2020 con su versión de El hombre invisible: este film adaptaba la novela de H.G. Wells articulándose como una parábola sobre la violencia machista y magnificando su suspense con una realización muy eficaz, que sacaba un gran partido de los espacios vacíos y la ansiedad de Elisabeth Moss como mujer acosada.
Tras su éxito, lo lógico era poner otro monstruo en sus manos, aunque esto no ocurrió de inmediato: al principio Universal encargó una nueva película de El hombre lobo a Ryan Gosling y a su colega Derek Cianfrance, designados para protagonizar y dirigir respectivamente. Aunque Gosling se haya quedado de productor ejecutivo no hay ni rastro de Cianfrance, habiendo vuelto a recurrir Universal a Whannell con el deseo de replicar el impacto de El hombre invisible. Este deseo, aunque Hombre lobo no sea en absoluto un film desdeñable, dista de haberse cumplido.
Un relato pequeño y funcionalLos mimbres no son malos. Christopher Abbott es un actor dado a conocer por Girls que en los últimos años ha levantado una carrera llena de proyectos extraños e inclasificables —títulos como Piercing, El santuario, dos villanos memorables por distintos motivos entre Pobres criaturas y Kraven el Cazador—, y que en Hombre lobo interpreta al personaje titular junto a Julia Garner (The Assistant), otorgándole una intensa vulnerabilidad. Su Blake Lovell es un padre de familia en paro —Garner en cambio es una exitosa periodista— al que le encanta pasar tiempo con su hija, si bien ocasionalmente es traicionado por accesos de rabia y el recuerdo traumático de su propio padre.
Christopher Abbott sufre la transformación en 'Hombre lobo'La trama de Hombre lobo tiene lugar casi por entero en la antigua casa de Blake en Oregón, adonde ha acudido con su familia tras saber de la misteriosa muerte de su padre. Al poco de llegar son asaltados por un monstruo que les fuerza a recluirse entre las cuatro paredes de la casa, y por si fuera poco el peligro Blake empieza a experimentar una dolorosa transformación a causa de la mordedura del monstruo susodicho. El planteamiento de Whannell es así de mínimo. Hombre lobo carece de la escala de anteriores desventuras del licántropo y apuesta por un enfoque más realista, capaz no obstante de asumir como suyas las diferentes particularidades del mito.
De esta forma volvemos a toparnos con la herencia paterna que acosa a Blake, bañada en alguna reminiscencia extra para comunicar la película con su contemporaneidad. El recuerdo de este padre autoritario —que focaliza un prólogo innecesariamente largo— pervive más allá de su vínculo con la licantropía, favoreciendo un incipiente conflicto del protagonista con su masculinidad —un hombre relegado al cuidado del hogar y de su hija, sin ser cazador ni proveedor—, que finalmente no pasa de la pincelada. Hombre lobo parte de ahí, de este posible deseo de reconectar con un orden natural/salvaje, para adentrarse a continuación en un lamento por la incomunicación familiar.
Esto conduce a las ideas visuales más atractivas de un film donde, al contrario de lo que pasaba con El hombre invisible, hay poco de eso. El interés de la transformación de Blake no estriba entonces en los efectos prácticos que anticipen el monstruo, sino en cómo Whannell refleja las progresivas dificultades del personaje de Abbott para hablar con su familia en unos momentos tan aciagos. Mientras que la fisicidad de la metamorfosis resulta perezosa —algo imperdonable en una tradición cinematográfica marcada por la flamante labor de Rick Baker para Un hombre lobo americano en Londres—, Whannell prefiere atender a la subjetividad del licántropo y a su eventual enajenación.
Es una decisión firme frente a la que el filme se pliega orgánicamente. Su enfoque no le permite ser más grande o ambicioso de lo que es, y aún así la desganada puesta en escena de Whannell no tiene excusa. Contradiciendo su claustrofóbico andamiaje, Hombre lobo es incapaz de generar suspense, acomodada en una pequeñez que empieza pareciendo coherente y al final solo es sosa y aburrida. Este Hombre lobo únicamente llega a inspirar compasión y lecturas de cariz psicoanalítico, lo que sin duda encaja con la genealogía de la bestia pero no deja de resultar decepcionante cuando esta bestia siempre ha sido, ante todo, una creación puramente cinematográfica.