En aquella época, como nos cuenta Ricardo Soca, no había casas de este tipo, solo existían las tabernas, pero en ellas se servía apenas vino y otras bebidas y, a veces, algún picadillo. El éxito de la casa de Boulanger no fue inmediato, pero cuando ocurrió —veinticuatro años más tarde, tras el estallido de la Revolución francesa— tuvo tanto éxito que los establecimientos como el suyo, llamados primero restaurat y más tarde restaurant, se multiplicaron rápidamente por todo París y pronto aparecieron en otras capitales europeas. Uno de los primeros clientes de Boulanger fue el enciclopedista Diderot, quien elogiaba mucho sus platos.
De entonces a aquí, ha evolucionado mucho el concepto de ir a un restaurante. Tanto que, para los que se consideran gourmets o amantes de la buena mesa, ya no es ir “a comer”, sino que se trata de tener una “experiencia culinaria”. Y como toda experiencia que se precie, no es tal si no es introducida con palabras que la vistan y la ayuden en su búsqueda de la excelencia, con presentaciones innovadoras nombradas con una combinación insólita de palabras.
Los menús degustación suelen venir acompañados de una explicación por parte del chef, quien se acerca a tu mesa con cada plato nuevo y recurre a palabras que, más que explicar, completan esa experiencia con sugerentes términos que rara vez se han oído en ese contexto, mezclando tanto los campos semánticos como lo dulce y lo salado, lo aparentemente no combinable… y buscando, a menudo, sorprender.
Esta experiencia tiene algo de dejarse llevar, instalarse en un plano más imaginativo que literal, más poético que narrativo, donde algunas palabras tienen el hermetismo del poeta que aquilata bien cada término, y nosotros, sin saber exactamente qué hemos pedido, nos lanzamos a la aventura de lo que nos vayan a traer. Sería un laissez faire, laissez passer. Este es el caso de los divertidos viajes gastronómicos por el mundo, recreando increíbles trampantojos, en los que se busca jugar con los sentidos, la memoria y la percepción. Así como en la pintura uno cree ver salir a un personaje del cuadro, así hay gastronomía que pretende despistar visualmente al comensal, que piense que va a comer una cosa cuando, en realidad, es otra. Un decorado plato hondo que en su interior alberga una textura espumosa de color marrón nos lleva a pensar que tomaremos un buen mousse de chocolate, pero se trata de una también exquisita crema de morcilla.
Antes de empezar a comer, comenzamos paladeando palabras, segregando jugos, dejando volar la imaginación al leer, por ejemplo, Menú degustación Armonía con soul —¿a quién no le apetece algo así en determinados momentos?—, y completando con un maridaje Armonía con rockn’roll, perfecto para bailar en pareja. Llega un punto en que todos podemos sentir ese lenguaje como potenciador de sabores, con cierto efecto embriagador apenas empezamos a disfrutarlo.
A menudo, ese espíritu divergente y transgresor de la nueva cocina se refleja en un lenguaje que también deconstruye expresiones que reúnen sabores, en apariencia antitéticos, o combinaciones que rayan en el oxímoron: Filipino de foie gras con chocolate blanco y cardamomo, Cocina tradicional del siglo xxi, Bravas de langostinos, Tarta líquida de Santiago.
Nuestra vista va dando saltitos de alegría de un plato a otro, leyendo una carta llena de nombres en singular, por su carácter único e inigualable (o por breve y poca cantidad), sin artículos, sucintos y exquisitos, o diminutivos que crean cercanía: Lingote de cuello de cordero, Remolacha y ajo negro, Tiradito de lubina con leche de tigre, Ostra con sopa de tomatillo verde y cilantro.
Junto con la vista, nuestros oídos brincan con la abundancia de palabras agudas y sonoras: emulsión, tradición, creación, profusión, sensación, elaboración, fusión. Esa cocina fusión que nos lleva, como quien no quiere la cosa, a la atractiva idea de unirse hasta el punto de fundirse en uno solo, teniendo, además, la fortuna de degustarlo en boca. Así, la Ensalada de bogavante, salpicón y emulsión de coral nos deslumbra con una explosión de color y la idea de playas paradisíacas.
Muy importante para conseguir esa sensación de bienestar es la adjetivación. Un plato con salsas en perfecto equilibrio, o leer al comienzo que se trata de una cocina honesta, auténtica y respetuosa, o bien que nos adentramos en una cocina atrevida, moderna y creativa. Adjetivos que nos sitúan inmediatamente en un campo semántico positivo y, por tanto, deseable. ¿Sibarita? Quizá.
Las texturas sugerentes de la Teja crujiente o el Gel de albaricoque, en el apartado de postres. También encontramos el léxico del lujo y lo sensual del francés en casos como productos Premium, Caviar de mango, Gelée, Soufflé. También lujo en la Muselina de pimientos rojos y berberechos, evocando con muselina esa tela muy fina y transparente con tacto de seda.
Un gran chef habló sobre “el lujo de comer tiempo”, metáfora que utilizó para expresar que su trabajo y el de su equipo es artesanal. Y esa vinculación de los platos con el arte y la artesanía la encontramos también con la literatura en “platos que esconden historias”, “una auténtica oda al producto” o, en un restaurante temático, “el chef ha sabido trasladar los sabores de su Colombia natal, cuna del movimiento conocido como realismo mágico”.
También la sugerente idea de viajar enarbola el texto de algunas cartas. En un famoso restaurante japonés leemos: “maravilloso viaje al pasado de la cocina nipona para mostrar cómo ha cambiado la manera de tratar el arroz a lo largo de la historia”.
En otro —en este caso, tradicional— encontramos “un viaje con destino a nuestras memorias, para recordar los sabores que nos alimentan el alma”. Viajes, huidas… propias del Romanticismo, pues, al fin y al cabo, estas cartas tienen todo para enamorar a los gastrónomos o aspirantes a serlo. Son, en cierto modo, cartas de amor y seducción, cuya principal misión es despertar el apetito. No en vano apetito viene del latín aperire, abrir. Y ese camino hacia el hedonismo de los sabores lo abren las palabras que los envuelven.
Confío en que usted, exquisito lector y comensal, se haya quedado con buen sabor de boca.