Sin embargo, casi la totalidad de ellas coincide en algo, y es que el punto de vista suele ser masculino y centrado en el centro de la acción. ¿Qué pasó con las mujeres que perdieron a sus padres, maridos e hijos?, ¿cómo vivieron las matriarcas en los pueblos las situaciones de carestía intentando sacar al frente a sus familias?
En un tema como la guerra lo íntimo no interesa. Solo lo épico tiene cabida en un cine que tiende a lo grandilocuente, estableciendo una peligrosa unión que parece decir que solo eso es lo importante. La cineasta italiana Maura Delpero viene a refutar todo eso. Forjada en el cine documental, la directora sorprendió y emocionó a todo el mundo en el pasado festival de Venecia con Vermiglio, la hermosa y delicada mirada a las mujeres de la Segunda Guerra Mundial de un pueblo italiano. Aquellas a las que el cine no suele poner rostro ella les da una película en donde las bombas no se escuchan ni de lejos.
Delpero, que ganó el segundo premio en la Mostra, coloca su historia en los exteriores de la guerra, en los Alpes italianos, “en un mundo que estaba a punto de llegar a la paz”. Se dio cuenta de que la Guerra había sido una especie de “sociedad privada de los hombres, dejando a otra parte de la sociedad que nunca ha sido representada”. “Me encontré reflexionando sobre lo poco que estuvieron contadas esas mujeres en los libros de historia, esas trincheras domésticas, estas cocinas que también sufrieron las consecuencias directas de la guerra. Que lucharon porque no se murieran sus bebés, que tuvieron que pensar cómo hacer estudiar a sus hijos cuando no se podía… cuestiones que no se han contado, porque solo se ha contado lo épico de la guerra, la batalla, lo muscular, lo triunfal, lo patriótico, pero a mí me interesaba lo ordinario, lo cotidiano y, por tanto, lo femenino”, explica.
Para ella todo es una cuestión sobre “dónde se pone la cámara, si la pones en el campo de batalla o no”. A ella le interesaba que esa guerra fuera “un gran fuera de campo, que solo estuviera presente a través de sus esquirlas”. “Es como cuando lanzas una piedra en el agua y ves estos círculos que se forman. Pues a mí me interesaban mucho más estos círculos. Eso hizo que me centrara en lo doméstico, que al final es lo que habla de lo capital de la vida, de la muerte, el deseo, cuestiones que están concentradas en un pequeño espacio doméstico de este, de este pueblo, pero que a la vez es un estudio humano”, añade.
En la rueda de prensa tras conocer el palmarés de Venecia, la presidenta del jurado, Isabelle Huppert, alabó Vermiglio diciendo que era como si les hubieran permitido mirar por la mirilla de una cerradura lo que ocurre en esa casa. Ese es el acierto de Delpero, representar lo íntimo sin dramatismos, dando la sensación de que se espía lo que ocurre en ese pueblo realmente. La directora reconoce que le encantó lo que dijo Huppert. “Me encanta dar ese pasito atrás que hace que la cámara deje que haya una intimidad en la que participamos, pero no invadimos provocando el efecto contrario, que todo se haga más íntimo”, reconoce.
Me encontré reflexionando sobre lo poco que estuvieron contadas esas mujeres en los libros de historia, esas cocinas que también sufrieron las consecuencias de la guerra
Recurre a esa frase hecha de “menos es más”. “Uno de los sonidos fundamentales de la película son los susurros, y eso de la sensación de acceder a una intimidad que al ser una película de época no puedes tener de otra forma. Había que recrear esas cosas que se dicen solo en la cama, en esos momentos donde se crea una sororidad”, analiza.
Su puesta en escena confía en la inteligencia del espectador. No le da todo subrayado. No se enuncian las cosas, sino que se entienden sin palabras. “Yo tengo un enorme optimismo y una enorme confianza en espectador, cosa que no siempre tiene la industria. Estoy muy feliz porque el resultado en la taquilla de Italia demuestra que existe un público que quiere trabajar, quiere sentarse y participar activamente, que no necesita que se le tome la mano, que se le den cosas mascadas. Y es que las cosas capitales de la vida se contaban así”, opina.
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Le gusta que cada uno filtre el filme según sus vivencias, porque cree que ahí radica el poder del cine, en “una experiencia compartida” que choca contra lo que suele ser el acto creativo en sí, “muy centrado en el autor, en el director”. “Las películas no se hacen para que se queden en un cajón, por lo que se me hace raro no pensar en esa segunda parte de la vida de una película, la relación que va a tener con el espectador cuando se estrene. Una relación que tiene que ser de diálogo, que tiene que ser democrática. Nunca va a ser democrática del todo en el sentido de que ningún espectador influye en mis decisiones, pero ellos completan la película. Si el público la pone geográficamente, temporalmente y emocionalmente en diferentes lugares y cada vez que alguien la ve la transforma, eso me parece fascinante, porque entonces la película es como un ser vivo”.
Esa sensación de adentrarse en la vida privada de una familia recuerda a lo que logró Carla Simón en Alcarràs, y la mención de la cineasta catalana hace sonreír a Maura Delpero, porque hay en ella “una casualidad muy linda”. “Conocí a Carla hace muchos años en un laboratorio en que yo estaba preparando mi película y ella la suya, y la verdad es que hubo una sintonía. No estábamos en el mismo grupo, por lo que no nos leíamos los guiones, pero nos quedamos con ganas de saber la una de la otra y de vez en cuando hemos hablado. Reconozco en ella una forma de trabajar, unas ganas de trabajar con las personas. Ella ha contado su universo familiar, que es muy específico y muy lejano al mío, pero cuando supe que estaba haciendo una película sobre su familia, que viene del campo, le dije, ‘Carla, es increíble, pero estamos haciendo una película sobre lo mismo’”, dice subrayando que hay en la historia de Vermiglio ecos de su propia historia, de la que vivió su abuelo, el maestro de escuela de un pueblo de las montañas italianas que inspiró una de las sorpresas del cine de autor europeo del año pasado.