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La sagrada cripta del Candela
Lo hacíamos de esa manera tan poco cerebral que tenemos los españoles -a decir de Martin Amis- con el golpe de las piezas sobre el tablero; siempre rematando la jugada con alguna pulla. Por los altavoces sonaba Gerardo Núñez, Rafael Riqueni o ese otro guitarrista, sobrino de Sabicas, que aún no había sacado disco, pero cuyas falsetas eran tan originales que hasta Paco de Lucía se rendía a ellas; hablamos de Agustín Carbonell, el Bola, gitano del Rastro que solía aparecer por allí a la noche con su guitarra, la sonanta a cuestas. Porque, ante todo, el Candela fue una escuela de guitarristas. 

Llegada cierta hora se podía ver la montonera de estuches apoyados en la barra. Había tal enredo de guitarras que, más de una vez, se confundieron las de unos con las de otros. A mí me gustaba llegar a la tarde, ya dije, cuando  las partículas de polvo quedaban suspendidas en el haz de luz que traía el sol a su paso por los ventanales -como en un relato de William Faulkner- y Miguel me ponía a Gerardo Núñez y a Rafael Riqueni, y yo le pedía la maqueta que había grabado el Bola.   

Eran otros tiempos, momentos  que ahora quieren volver. Porque ya se sabe que,  cuando se trata de algo tan intenso,  las sensaciones no se pierden, sino que permanecen, como bien dice Jorge Pardo en el libro que hoy traigo hasta aquí y que se titula Candela (Altamarea). Lo ha escrito Jacobo Rivero con prólogo de Pedro Lopeh. Y se trata de una memoria social del Madrid flamenco  siguiendo la huella de los trabajos de ese otro periodista flamenco que fue Alfredo Grimaldos. En este caso, Rivero lo ha confeccionado a partir de distintas voces entre las que destaca la de Antonio Benamargo, catalizador de aquel movimiento de finales de siglo pasado que se vino a llamar Jóvenes Flamencos, y que tuvo en Enrique Morente a su Capitán de la noche. Ya lo he contado muchas veces, fue Benamargo quien promovió todo aquello en los centros culturales del extrarradio, dando cuartelillo a una generación de artistas que trasegaron en el Candela para luego despuntar como primeras figuras. 

Yo viví todo aquello con las mejillas ametralladas por el acné del pecado. Y  leía a Cortázar, a Martin Amis, a William Faulkner;  leía todo lo que caía en mis manos. Mi vida estaba envuelta en literatura y flamenco, quemando las noches acostándome muy de mañana, atreviéndome a soñar que algún día llegaría a publicar estas y otras cosas. Pero todavía quedaba mucho. 

Aún no sabía que la derrota es cuestión de aprendizaje. Y que se aprende más de ella que del éxito. Porque sólo desde una derrota hasta la siguiente se consigue ir trazando la  línea que media entre dos lugares  tan necesarios y urgentes como lo son la memoria y el deseo. Y en eso consiste el juego, en ir fracasando cada vez mejor. 

Por todo ello aprecio la audacia de Enrique López Lavigne y su gente; lo que ha supuesto levantar el cierre del Candela y volverlo a abrir a este oficio de putas que es la literatura.

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