Se esperaba mucho de las elecciones presidenciales y legislativas celebradas en Nigeria el pasado 25 de febrero; presentadas como las más competidas de las siete celebradas desde el regreso a la democracia en 1999 y con la novedad de un candidato, Peter Gregory Obi, que había levantado considerables expectativas entre la juventud del país más poblado de África –un 39,6% de sus 210 millones de habitantes tiene menos de 35 años– y que encabezaba todas las encuestas frente a los candidatos de los dos partidos que han monopolizado la escena política desde entonces.
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