Hay directores que tienen el don de que parezca fácil lo difícil. Alexander Payne es uno de ellos. Cuando uno ve sus películas nota que todo fluye, que todo es natural, orgánico. De una elegancia y sencillez únicas. Muchas veces la sencillez se confunde con lo simple, pero no tiene nada que ver. Lo que demuestra Payne película tras película es un dominio del tempo, del diálogo, pero sobre todo, del tono, que le convierten en un maestro. Uno de esos que, además, no tiene la necesidad de reivindicarse constantemente con movimientos virtuosos de cámara, con largos planos secuencia o con largometrajes ególatras.