Existe un sonido inconfundible que de vez en cuando se oye en una sala de cine: el de los kleenex saliendo de los bolsillos para controlar el lloro —y hasta el moqueo— provocado por la película. Pasa poco. Tiene que coincidir que sea un filme que no solo emociona a unos cuantos, sino que lleve a los espectadores a una experiencia común casi catártica en la que las lágrimas son la forma de sacar todo y los pañuelos la única de controlarla.