Había que ser muy imbécil para discutir con Ramón Lobo. Lo conocí en 1986 o 1987. Acababan de nombrarlo jefe de la sección de Internacional del diario Expansión, que yo había contribuido a sacar a la calle solo unos meses antes. En aquella época él tenía una brillante cabellera rubia y la sonrisa permanente que ha conservado hasta sus últimos días. Hablaba lo imprescindible, y respondía a las preguntas con alguna frase irónica, breve como un telegrama. Aunque causó sensación entre las chicas de la redacción, no hay ningún indicio de que traicionara a su primera esposa.