En una calle de Oviedo de nombre altisonante, estos días de confinamiento siempre hubo un paseante. Cabizbaja y con aire reflexivo, la estatua de Woody Allen que la ciudad le ofreció en 2002, cuando el cineasta recogió el premio Príncipe de Asturias a las Artes, seguía ahí caminando sin moverse.
Al poco tiempo de instalarse, de hecho, alguien le arrancó las gafas del rostro fundido en bronce. Desde entonces, el Ayuntamiento se ve obligado a hacer unas nuevas, aproximadamente, una vez al año, porque la montura del cineasta desaparece constantemente. Como si alguien quisiera despojar a la figura de algo que la caracteriza, faltándole silenciosamente al respeto, o bien queriendo llevarse un pedazo del creador a casa.