Cuando su figura ya parecía estar quedando en el olvido, cuando no era más que una sombra difusa de un horror pasado, en extinción, Álvaro Puga Cappa se las arregló para volver a la vida pública de un modo improbable. Improbable y controversial. Era noviembre de 1997, y para sorpresa de los jurados, su nombre aparecía al interior del sobre sellado que daba cuenta del ganador de la novena versión del concurso de dramaturgia Eugenio Dittborn, de la Universidad Católica de Chile.
Además de propagandista, columnista, cerebro de operaciones psicológicas y colaborador de la policía política de Pinochet, ahora Puga era dramaturgo y autor de una obra de humor negro contigente que a juicio del jurado contenía “una estructura dramática muy interesante, que plantea varios ejes argumentales” y “constituye una metáfora del infierno, a través de pesadillas recurrentes y kafkianas donde se critica la sociedad chilena actual”.